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Desde muy jóvenes vislumbramos que la vida nos traerá grandes tristezas, pérdidas, enfermedades, e intentamos prepararnos para afrontarlas con sabiduría. No siempre lo logramos cuando llegan, pero ellas van forjando en nosotros un cierto aprendizaje. Mucho menos preparados estamos, sin embargo, para las pequeñas tribulaciones, que a veces nos desconciertan y nos afligen de una manera desmesurada. Hoy compartiré con ustedes una que quizá algunos de ustedes también padecen o padecieron, y que da pie a interesantes reflexiones.
Después de haberme librado del COVID durante cuatro años, contraje el virus hace tres meses. No fue fuerte, y hasta agradecí haber pasado ya por esa experiencia. Con los días perdí el gusto y el olfato, y me lo tomé con calma, hasta que un mal cuya existencia desconocía empezó a afectarme: un olor fétido se albergó en mi nariz y en poco tiempo invadió también mi gusto. Ya no sólo no reconozco los olores circundantes, sino que todos –el del pan, el de la crema de dientes, el del humo– han sido reemplazados por un único olor, aterrador. En mi caso, algo que relaciono con descomposición animal. Perdón por la crudeza. Oliver Sacks, que describió la afección como consecuencia de infecciones, lesiones en la cabeza, epilepsia y otras enfermedades (él no conoció el COVID pues murió en 2015) nos recuerda que se trata de parosmia, un nombre para el padecimiento de percibir olores especialmente repulsivos. “Algunos –escribe– pueden ser imposibles de describir porque son distintos de todo lo que hemos experimentado en el mundo real…”. Aunque Sacks los cataloga como “alucinaciones olfativas”, está comprobado que es un fenómeno puramente físico, una distorsión de los sentidos que se origina en desconexiones neuronales. Se calcula que podemos estarlo padeciendo 6,5 millones de personas.
Imagínese entonces, querido lector, qué se siente cuando todo, desde el sencillo café o el humilde arroz hasta el alimento más elaborado, sabe y huele a una única cosa, horripilante, que causa náuseas. En ese caso, comprendemos el valor infinito del sentido del olfato y del gusto, capaces, en estado de normalidad, de reconocer miles de aromas y sabores, que nos conectan, además, con la memoria y los afectos; pues a los alimentos los relacionamos con nuestros lugares de origen, con los cuidados en la infancia, con los momentos felices. La calidad de vida se empobrece y el ánimo se abate, porque ya no encontramos en la comida satisfacción y estímulo. Una pequeña–gran aflicción se apodera del espíritu, y corremos el riesgo de caer en una obsesión desquiciante.
No estamos preparados para asumir esos pequeños–enormes infortunios. Entonces debemos hacer acopio de valentía y hasta de sentido del humor. Empezamos a consolarnos: no es una enfermedad grave, no moriremos de ese mal, no duele. La sensatez nos dice que debemos poner esta tortura cotidiana en un lugar de equilibrio. No acabamos de conocer los estragos del COVID, pero la poca experiencia dice que la parosmia puede durar entre tres y seis meses, y que algún día pasará. De la mano de un médico curioso y profesional, como el que ahora me asiste, los afectados debemos “reaprender” a usar lo perdido, algo que el cerebro sabe hacer gracias a su plasticidad. Afortunadamente.
