En Volver la vista atrás, la novela de Juan Gabriel Vásquez que recrea la historia de Sergio Cabrera, el director de cine, y de su hermana Marianella, cuyas vidas fueron conducidas por sus padres idealistas a las más inverosímiles situaciones, se muestra de qué magnitud fue el culto a la personalidad de Mao Tse-Tung en los años de la llamada Revolución Cultural en China. El tópico me interesa particularmente porque tuvo lugar mientras yo estudiaba en una universidad donde muchos militaban irrestrictamente en el maoísmo. Vásquez, que se basa en el testimonio de los Cabrera, escribe: “Todas las mañanas, después del desayuno y antes de comenzar la jornada, los trabajadores se reunían en un salón sin muebles, delante de una enorme foto del presidente Mao adornada con banderas y guirnaldas de flores artificiales. Y entonces le hacían peticiones en voz alta: que los guiara por el camino correcto para que la producción fuera buena; que les permitiera cumplir los planes diseñados por los directores; que los protegiera de los accidentes de trabajo”. Nos cuenta, también, cómo los guardias rojos dormían a la intemperie durante días en la plaza de Tiananmén, sólo para ver a su ídolo asomarse brevemente al balcón, y cómo la revolución fue derivando en ajusticiamientos, desapariciones y vejaciones a los que osaban distanciarse de aquel insólito credo.
Leo que el término “culto a la personalidad” fue acuñado por Nikita Khrushchev en un discurso que pronunció durante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en el año 1956, para definir el endiosamiento de Stalin por los rusos. De dicho culto han sido objeto líderes como Hitler, Franco, Mussolini, Castro, Chávez o Kim Jong-un en Corea del Norte, entre muchos otros. ¿Cómo se explica? Pues muy posiblemente por la confluencia entre el carisma de un líder con enorme poder de manipulación de masas y un pueblo minado en su capacidad crítica o infantilizado —bien sea por padecer necesidades extremas, por adoctrinamiento o por el miedo causado por ese mismo líder y sus secuaces—. El “culto a la personalidad” se encuadra en una concepción anacrónica de la historia: la que atribuye los grandes cambios a figuras de prohombres y no a dinámicas colectivas. Muchos de estos personajes, sujetos delirantes y pintorescos, suelen caer en gestos patéticos y desmesurados que han sido recogidos por los historiadores y los novelistas, que los retratan en su megalomanía y narcisismo.
El repaso que hice del culto a Mao a través de la novela coincidió con unas palabras de Juan Manuel Galán, dichas a propósito del reconocimiento jurídico del Nuevo Liberalismo. Según él, en su partido creen en liderazgos colectivos y “no en mesianismos ni en el culto a la personalidad de alguien en particular”. Tiene razón. Lo que necesitamos para salir de la confrontación estéril entre espíritus dogmáticos —y hablo pensando en mucho más que el Nuevo Liberalismo— no es el gobierno de un caudillo o su títere, sino de una figura más acorde a los tiempos actuales, que llegue ya rodeada de un equipo de personas experimentadas y que en conexión con las necesidades de la ciudadanía promueva un liderazgo colectivo.