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“A ese viejo lo sacamos y le dimos piso y lo legalizamos”. El que habla en este argot delincuencial que traduce que se asesinó a una persona y se “legitimó” su crimen, ¿es un sicario al servicio de la mafia o del hampa? ¿O tal vez un guerrillero o un paramilitar hablando con un compinche? Ni lo uno ni lo otro.
Es un militar informándole a alguien sobre un “falso positivo” cuya víctima fue un campesino viejo, líder de la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra. Sólo que ese alguien, por atroz casualidad, es el hijo del hombre asesinado, un antiguo soldado del batallón Calibío, en Puerto Berrío, Antioquia. Cuando el muchacho llama a un teniente coronel para acabar de confirmar lo que ha oído, recibe una respuesta contundente: “¿Usted es el hijo de ese perro?”. Y como el muchacho contesta indignado, el insigne militar le dice: “Chino, hagámonos por las buenas pa’ que no nos vaya mal. Hagámonos con mañita”. O sea, con una amenaza.
Ese diálogo ejemplar lo leímos en El Espectador del domingo pasado, y hace parte de un testimonio entregado ante un juez por John Fredy Ortiz, el hombre que perdió a su padre a manos de sus antiguos compañeros de batallón. Leer el repaso de su vida me hizo pensar en uno de esos cuentos de Juan Rulfo cuyos protagonistas son campesinos rudos y silenciosos, endurecidos por la penuria de sus condiciones de vida, y desencantados de un Estado para el que nada cuentan. Hasta el nombre del lugar donde vivían parece concebido por ese escritor:
“Yo no pude estudiar porque mi padre era un hombre muy pobre. Me crié en la vereda La Congoja (…) Allí llegué con mis padres y mis dos hermanitas y estuve hasta los 16 años. Mi papá cosechaba por ahí, tumbaba monte y sembraba maíz. Después me dijo: ‘Mijo, yo me vuelvo a San Francisco, me toca echar porque sus hermanitas están creciendo’. ‘Padre, váyase’, le dije yo. Nos veíamos cada tres meses”.
Ese muchacho, que según la crónica fue testigo de toda clase de historias atroces durante la prestación de su servicio militar, y que declaró cómo “hacían los trabajos los señores” poniéndole un precio a cada falso positivo, había decidido “pasar la página” y olvidar, hasta que se enteró de que la víctima de uno de ellos era su padre. Sólo ese hecho lo hizo declarar. De otro modo estaría por ahí, como otros, desempeñando un cargo de albañil o de portero con su carga de espantosos recuerdos silenciados por el miedo y la culpa. Como aquel taxista que me decía que era incapaz de repetir “las cosas tan feas” que había tenido que hacer mientras estaba en el monte peleando contra la guerrilla.
Pues bien: ese es el daño moral que a una sociedad le hace una guerra que se prolonga. Daño causado por militares que olvidando todos sus principios pierden el respeto por la vida e incurren en atroces violaciones de los derechos humanos, llevados por la ira, por el deseo de venganza o, como en este caso, por la más abyecta ambición. Pero también por guerrilleros que reclutan niños, matan campesinos, hacen abortos por decreto y fusilan a sus compañeros; por paramilitares que torturan con motosierras, incendian caseríos, usurpan tierras, violan mujeres; y por ganaderos y políticos amangualados con ellos para llevar a cabo masacres y legislar en su propio beneficio. Lo que la guerra mata es el espíritu humano.
Mencioné en primer lugar a miembros del Ejército porque creo que no hay mayor indicio de degradación de una guerra que cuando las fuerzas que sostienen el orden de un país incurren repetidamente en actos bárbaros. Porque a eso hemos llegado, se necesita buscar una paz negociada que nos permita empezar a reparar la deshumanizada entraña moral de Colombia.
