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Lo simbólico cuenta

Piedad Bonnett

26 de agosto de 2018 - 12:30 a. m.

En su columna, el fervoroso uribista Saúl Hernández, hablando tal vez desde el deseo, escribió: “Todo esto hace prever que la consulta del domingo va a hundirse estruendosamente, pues, aunque todos estamos contra la corrupción —contra la grande, por lo menos—, la gente está cansada de votaciones, de la gritona de Claudia López (por lo que tuvo que poner a su pareja, doña Angélica, a jalar el lote) y de que la gran cantidad de leyes que tenemos, que son más que suficientes, no se cumplan ni se hagan cumplir”. Creo descubrir una incoherencia lógica en la última parte, pero más allá de eso, me pregunto qué quiso decir cuando, hablando en nombre de todos, aclara: “contra la grande, por lo menos”. ¿Tal vez que todos estamos contra la corrupción grande, pero no contra la pequeña?

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A la “pequeña corrupción” se refiere, en entrevista con Ma. Isabel Rueda, Juan Carlos Henao, rector del Externado de Colombia, para hablar de la cultura del “vivo”, esa que empieza siendo mera contravención, pero fácilmente pasa al territorio del delito. La que ejemplifica Pablo Escobar, que pasó de ladronzuelo a jalador de carros y luego a capo supremo de la mafia y asesino, pero también la operadora de Transmilenio que a sabiendas le vende tarjetas al revendedor o el policía de tráfico que pide soborno. Porque, como creo que sabemos todos, la descomposición moral que permite la corrupción “grande”, la que desfalca al Estado en billones y billones de pesos, comienza por esa llamada “corrupción pequeña”. Lo que desapareció en Colombia, dice el doctor Henao, fue la sanción social. Y los ejemplos son miles: desde aceptar socialmente, sin escrúpulos, al ladrón de cuello blanco o al mafioso, hasta hacerse los de la vista gorda con la corrupción futbolera, levantarle un monumento a un cantante que estuvo en la cárcel por asesinato, o tomar por chiste el comentario homofóbico o machista de un personaje público.

“Antes la gente rechazaba más la corrupción. Había un castigo social a la persona corrupta”, añade. Y es cierto. Se preguntan algunos si es porque la sociedad es ahora menos católica, o tal vez porque la Iglesia tiene cada vez menos liderazgo. Pues no. Los sicarios llevan escapulario, se persignan y se encomiendan a la Virgen. Y los estudios muestran que en sociedades seglares los valores éticos y morales son más firmes, tal vez porque no funciona aquello de “el que peca y reza empata”. Lo que a veces no se tiene en cuenta es que la rabia, el resentimiento, la revancha, son también desencadenantes de corrupción: ante la evidencia de una clase política corrupta y unas clases altas agalludas e indolentes, la gente del común relaja su mandato interno y corre las barreras morales hasta donde le sirvan.

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Tanto Henao como la Conferencia Episcopal hablan de educación ética y moral, algo que es necesario, pero que puede llevar varias generaciones. Las autoridades anuncian castigos ejemplares. También importante y urgente, pero difícil mientras ellas mismas sean corruptas. Aun así, para exigir que la lucha contra la corrupción sea un tema prioritario, para pedir justicia y equidad y para mostrar nuestra indignación con el saqueo al país, hay que votar masivamente en la consulta, aunque sea imperfecta. Esta vez lo simbólico cuenta.

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