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Los árboles mueren de pie

Piedad Bonnett

15 de junio de 2013 - 05:00 p. m.

El inicio de las protestas turcas me pilló en Estambul, y no en cualquier lugar sino en la propia plaza Taksim, en cuyo marco quedaba el hotel donde me alojaba.

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Los hechos tuvieron ribetes cinematográficos, porque algunos de los huéspedes quedamos atrapados, unos adentro, sitiados por los cañones de agua y los gases lacrimógenos que disparaba la policía, y otros afuera, en las calles del barrio, tratando sin éxito de entrar a la plaza, llena de manifestantes. De esta última circunstancia nos aliviaron por unas horas Ozlem y Nil, dos jóvenes turcas que nos condujeron al café de unos amigos, donde calmaron nuestra sed con cerveza y nuestra ansiedad con su conversación, mientras afuera se oían los cantos, las consignas y los estallidos de los petardos.

En aquel café hay fotografías de las grandes estrellas del rock, la carta ofrece toda clase de bebidas alcohólicas, y nuestros anfitriones lucían, como cualquier muchacho occidental, pircings, tatuajes y modernos cortes de pelo. Ese modelo de vida occidental no sería posible sin las reformas que hizo Atatürk, un líder nacionalista que, una vez derrotado el Imperio Otomano, y como primer presidente de la naciente república, fundada en octubre de 1923, llevó a cabo las reformas que sentaron las bases del país moderno e industrializado de hoy. Una de las medidas que tomó Atarürk —cuya imagen venerada el viajero encuentra en Turquía por todas partes— fue crear la Ley sobre apellidos, que permitió a los ciudadanos, antes nombrados por su lugar de origen o su oficio, adoptar uno, el que quisieran. El pueblo le asignó a él el de Atatürk, que significa “padre del pueblo turco”. Las otras reformas no son menos significativas. Como quería la secularización de la nación, abolió, no sin cierta tiranía, la shari’a (ley religiosa), cerró las escuelas confesionales, ordenó que las oraciones del almuecín fueran dichas en turco y acabó con la prohibición del alcohol, al que era muy aficionado. En aras de europeización adoptó el calendario occidental, sustituyó el alfabeto árabe por el latino y prohibió llevar fez. Y como si fuera poco, le dio el voto a la mujer e instauró el divorcio, del cual él mismo se benefició.

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Los cientos de muchachos que vimos correr con sencillos tapabocas, los que responden con fuegos artificiales a los gases que los hieren, los que cantan toda la noche para darse fuerza, protestan no sólo por los árboles del parque Gezi, sino contra un gobierno que quiere limitar la venta de alcohol, prohibir los besos en la calle —no vaya a ser que propicie el gustico— regular Twitter, y mantener bajo control a la prensa. En otras palabras: el régimen autoritario de Erdogan favorece el fundamentalismo, y desde un moralismo conservador, restringe las libertades individuales que abrió Atatürk. Los que quieren volver a hacer de Turquía un Estado religioso y con sus votos han sostenido a Erdogan durante 10 años acogen sus medidas con fervor. Son los que creen que las mujeres deben llevar burka —se ven por todas partes—, que el homosexualismo es pecado y que el que toma alcohol es un borracho. La lucha es, otra vez, entre el oscurantismo y el pensamiento liberal, algo que en Colombia, por estos días, nos suena bastante conocido.

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