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Piedad Bonnett
25 de febrero de 2018 - 05:05 a. m.
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En el 2000, la reputada escritora francesa Annie Ernaux publicó El acontecimiento, un testimonio valeroso de cómo fue el aborto clandestino que debió hacerse en 1963, a la edad de 23 años. Ella era estudiante y el embarazo había sido producto de una relación sentimental que había terminado hacía poco. Annie había usado el método de Ogino, pero sabiendo que corría riesgos, y tan pronto tuvo el dictamen tuvo claro que no estaba en condiciones de tener un hijo, que no quería tenerlo. Por ese entonces el aborto estaba prohibido en Francia, lo cual la obligaba a acudir a cualquier antro y en el mayor secreto: la historia de cientos de mujeres a lo largo de la historia, que al hacer una elección sobre su cuerpo y el futuro de su existencia se arriesgan a infecciones, humillaciones, traumas y hasta la misma muerte. Annie Ernaux narra el miedo, el dolor, la inhumanidad de los médicos y de la comadrona que la atiende, la sordidez del lugar, la brutalidad del procedimiento, su desamparo. Y justifica su relato: “El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, da el derecho imprescindible de escribir sobre ello (…). Y si no cuento esta experiencia hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina del mundo”. El aborto en Francia se legalizó a partir de 1975 gracias a la ley promovida por la escritora Simone Veil, permitiendo que cientos de mujeres como Ernaux puedan abortar en forma aséptica, con acompañamiento médico y sicológico.

El aborto es casi siempre una decisión difícil y dolorosa. Por eso nadie es quién para juzgar a la mujer que decide hacerlo, y menos aún cuando se acude a abortar porque hay peligro para la salud de la madre, o deformaciones en el feto o porque la criatura es producto de una violación, únicas razones que hacen legal el aborto en Colombia. Por eso resulta tan agresiva la cadena de oración mundial llamada “40 días por la vida”, que desde 2015, a partir del miércoles de ceniza, planta al frente de la entrada de clínicas e instituciones a grupos “de apostolado” que lanzan consignas, cantan y oran por altavoces, y lo que es peor, pretenden incidir en la decisión de las jóvenes que llegan a interrumpir su embarazo. En Colombia la campaña cuenta con la anuencia de la Conferencia Episcopal, se presenta como una acción pacífica y hasta dicen que sólo pretenden “enviar un mensaje de amor y esperanza”. Pero ¿no es una presión indebida, una agresiva forma de manipulación, amedrentar con su griterío o querer disuadir a último momento a quien va a enfrentarse a un hecho definitivo en su vida por considerables razones de peso? ¿No es una versión camuflada de la Inquisición señalar a estas personas, tácitamente, de asesinas de niños, y endilgarles culpa sin saber nada de sus vidas y sus circunstancias? ¿Eso se llama obrar desde la caridad cristiana? ¡Cuántas canalladas se hacen desde la superioridad moral y en nombre del bien! Algo aquí me hace pensar en la novela de Hawthorne La letra escarlata, en que la sociedad hipócrita de la puritana Nueva Inglaterra le hace llevar en el pecho a una joven mujer, como marca estigmatizadora, la A de adúltera. Porque así deben quedar estas mujeres después de este asedio: doblemente marcadas.

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