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Thierry Ways es columnista que aprecio. Sus temas tienen siempre enfoques originales e interesantes, es un hombre inteligente y culto, sin fanatismos, que escribe de manera correcta y amena. Sin embargo, se descachó feo cuando, para referirse a la insinceridad del presidente Petro en su propuesta de “un gran acuerdo nacional”, pidió que “le bajara más a la poesía y se dedicara más a la prosa”, queriendo decir que se necesitan más hechos y menos blablablá o menos “paja”.
Apela mi querido Thierry a esa frase facilista, que repiten como loros aquellos que se precian de pragmáticos, evidenciando ligereza, pero también desconocimiento de lo que es la poesía. Algo que tal vez se entienda, y hasta se disculpe, si se tiene en cuenta que los maestros parecen haberla olvidado en las aulas, tal vez por miedo a enfrentar sus formas más audaces, y que en solo muy pocos hogares todavía los padres les leen poemas a sus hijos. Como escritora de poesía que soy, me gustaría desmentir esa idea tonta de que la poesía es retórica, sensiblerías, “frases bonitas”, lenguaje ornamental, versos que riman, en fin, algo vacío que hacen unos locos soñadores y que no añade nada al mundo. La poesía, querido Thierry, como la música, la pintura, la danza, le permite expresar al ser humano lo que el lenguaje corriente no alcanza a expresar: las reflexiones y las emociones que nos causan lo bello y lo triste, el amor y la muerte, lo confuso y complejo del alma humana. Eso que llamamos lo inefable. Pero para que podamos disfrutar la poesía, debemos abrirnos a un funcionamiento inhabitual de las palabras, entregarnos a otras lógicas. Las que permiten, por ejemplo, que Idea Vilariño exprese algo tan contundente como lo que logra este brevísimo poema de: “Anoche entre mis sueños/ puñado de cenizas/ hice el amor contigo/ sereno y exquisito/ contigo que hace tanto/hace tanto estás muerto”.
La poesía es, querido Thierry, una forma de conocimiento distinta de la que permite el discurso estrictamente racional, al que, desdichadamente, a menudo la educación más convencional confina nuestras mentes. Ella penetra en esas zonas donde la razón debe detenerse, porque solo hay oscuridad, incertidumbre, grandes misterios. Pero también es instrumento develador de los lastres de la condición humana, de los abusos del poder, de la capacidad del odio. Por eso los tiranos le temen a la poesía, y confinan en las cárceles a sus poetas, o los asesinan, como hizo Stalin con Mandelshtam, el régimen de Franco con García Lorca o Pinochet con Víctor Jara. Los poetas incomodan, como lo hace Wislawa Szymborska cuando, con tremenda la ironía, escribe: “Después de cada guerra/ alguien tiene que limpiar./ Alguien debe echar los escombros/ a la cuneta/para que puedan pasar /los carros llenos de cadáveres./ (…) / Eso de fotogénico tiene poco/ y requiere años./ Todas las cámaras se han ido ya/ a otra guerra”. O nos estremecen, como lo hace Paz con su poema Hermandad: “Soy hombre: duro poco/ y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: /También soy escritura/ y en este mismo instante/ alguien me deletrea”.
Por eso necesitamos más poesía: porque ella nos ilumina, nos acompaña, nos defiende del barullo de la prosa del mundo.
