Thomas Matthew Crooks, el joven que atentó contra Donald Trump, tenía apenas veinte años y fama de ser muy inteligente pero también muy aislado; se había graduado de la escuela secundaria en 2022, era un aficionado a los videojuegos y quería dedicarse a armar computadores. Nunca hablaba de política y no se saben los motivos de su acto.
Siempre me ha interesado la historia de esos jóvenes (generalmente asesinos en masa) denominados “lobos solitarios”. Me pregunto qué pasaba en sus mentes y en sus almas, y pienso en el padecimiento de sus familias, generalmente sorprendidas por sus aterradoras acciones. A Franco Bifo Berardi, el reputado filósofo italiano, también le ha interesado vivamente el fenómeno, y después de muchas investigaciones sobre esos casos, publicó en 2015 un interesantísimo libro que les recomiendo: Héroes: asesinato masivo y suicidio.
Berardi aborda su estudio no solamente desde lo sicológico sino desde la sociedad que lo produce. Le interesa examinar, por ejemplo, cómo se ha transformado el crimen en “la era del espectáculo”, en la que montones de seres matan en busca de los quince minutos de fama de los que habló Andy Warhol. El autor advierte, sin embargo, que no le interesa “el sicópata sádico”, sino “los que sufren y se vuelven asesinos porque así dan rienda suelta a su necesidad patológica de publicidad y porque en ello ven una salida a su infierno”. Es el caso de James Holmes, el joven que disfrazado de Batman mató a muchos espectadores en el estreno de una película sobre ese súper héroe. Él quería ser la película.
Pero ¿cuál es el infierno de los asesinos que sufren? De Thomas Matthew Crooks se sabe que en la escuela “lo acosaban mucho, mucho” y que siempre comía solo. De Harris y Klebold, los adolescentes que llevaron a cabo la matanza de Columbine, que eran aficionados a los videojuegos, pero por supuesto estos no son los culpables. “Harris –escribe Berardi– concibe el asesinato como una venganza por la humillación sufrida en el juego diario de la competencia”. El chico escribió en su diario: “Todos se burlan de mí por mi físico y por lo mierda y débil que soy. Bien, se van a enterar: les espera mi jodida venganza. Podían haber mostrado más respeto (…) haberse interesado más por lo que sé o por mi opinión…”. No podemos despachar el problema simplemente tildándolos de locos. Matar se convierte para el lobo solitario en la única prueba de demostrar su existencia, y en una forma de consumar su autodestrucción, que casi siempre termina en suicidio. Por supuesto, la posibilidad de convertirse en asesinos la facilita la misma sociedad que los engendró. Estados Unidos –por ejemplo– “ocupa el primer puesto en posesión de armas (88 armas por cada 100 ciudadanos, incluidos los niños)”.
Berardi se apresura a aclarar, sin embargo, que no son ni uno ni dos los factores que pueden explicar actos tan terribles. De su análisis, que no alcanzo a abarcar, destaco una idea: que es poco probable que “una generación de niños que ha aprendido más palabras de las máquinas que de sus padres dé lugar a la solidaridad, la empatía y la autonomía”. Necesitamos urgentemente, dice, “un proceso de reactivación de la sensibilidad que permita a la humanidad reconocerse de nuevo”.