En su notable libro Los que sobran, Juan Carlos Flórez comienza con esta frase contundente: “A lo largo y ancho del planeta, un exiguo grupo que ha acumulado riquezas y privilegios nunca antes vistos en la historia detenta el poder sobre miles de millones”. A esa plutocracia, conformada por, entre otros, políticos, banqueros, empresarios como Jeff Bezos, Elon Musk, Bill Gates o Mark Zuckerberg, y algunos dueños de farmacéuticas, que se han enriquecido de manera non sancta y luego han tratado de lavar su imagen pasando por filántropos de instituciones que se hacen las de la vista gorda, la llama él “la élite María Antonieta”. La razón: sin conciencia ninguna de la tragedia que viven pueblos enteros —Haití es sólo un ejemplo—, muchos de esos megarricos derrochan millones en caprichos estúpidos, entre los que se cuentan —lo anota Flórez— las idas al espacio, no en pos de conocimiento científico sino de mera diversión, como acaba de ocurrir, para ser los primeros en grabar una película en el espacio o cualquier otra tontería.
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En su notable libro Los que sobran, Juan Carlos Flórez comienza con esta frase contundente: “A lo largo y ancho del planeta, un exiguo grupo que ha acumulado riquezas y privilegios nunca antes vistos en la historia detenta el poder sobre miles de millones”. A esa plutocracia, conformada por, entre otros, políticos, banqueros, empresarios como Jeff Bezos, Elon Musk, Bill Gates o Mark Zuckerberg, y algunos dueños de farmacéuticas, que se han enriquecido de manera non sancta y luego han tratado de lavar su imagen pasando por filántropos de instituciones que se hacen las de la vista gorda, la llama él “la élite María Antonieta”. La razón: sin conciencia ninguna de la tragedia que viven pueblos enteros —Haití es sólo un ejemplo—, muchos de esos megarricos derrochan millones en caprichos estúpidos, entre los que se cuentan —lo anota Flórez— las idas al espacio, no en pos de conocimiento científico sino de mera diversión, como acaba de ocurrir, para ser los primeros en grabar una película en el espacio o cualquier otra tontería.
Según un informe de Oxfam de enero de 2020, “los 2.153 multimillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4.600 millones de personas (un 60 % de la población mundial)”. También en Latinoamérica y en Colombia tenemos, guardadas proporciones, nuestros megarricos, o los que desesperadamente anhelan serlo, y para eso recurren a lo que sea o sacan sus capitales a los paraísos fiscales. Según el informe de Forbes en español publicado en abril del 2020, con la fortuna de las 48 familias más ricas de Colombia “se podrían pagar al menos tres veces las obras de la primera línea del metro de Bogotá”. Mientras tanto, uno de los últimos informes del DANE señala que más de la mitad de los trabajadores colombianos, 10,2 millones de personas (el 51,1 % de la fuerza laboral ocupada), ganaron el año pasado un salario mínimo o menos. Según proyecciones recientes, el mínimo para 2022 aumentaría en un 4,1 %, es decir, $37.250, para un resultado de $945.776, menos de $1 millón. De esa magnitud es la brecha.
Sé que hablar de los sueldos de los congresistas en este contexto parece siempre puro populismo, pero no veo por qué no meter ese dato en la ecuación: el 24 de diciembre de 2020 el presidente Duque les autorizó un incremento de salario de 5,12 %, es decir, $1’676.000, lo que significa que desde enero de 2021 pasaron de ganar $32’741.000 a $34’417.000. Eso, por trabajar ocho meses. Y, en el caso de muchos, por no hacer nada o por usar su poder para hacer chanchullos. Sólo desde el punto de vista simbólico ya sería un logro, en un país con estas desigualdades, congelar esos salarios.
¿Nos extraña, después de ver este panorama, que la desesperanza se convierta en indignación, rabia y violencia? ¿O que abunde la abulia política? ¿O que cualquier promesero de castillos en el aire capte el descontento de los desesperados? Nos hemos acostumbrado a que “las cosas son así”, aquí y en todo el mundo. Que es lógico que un futbolista gane en un mes lo que un obrero en toda su vida laboral. Y no, no lo es. Pensemos en cuántas cosas —la esclavitud, por ejemplo— fueron aceptadas como “normales”, hasta que dejaron de serlo. Dice el refrán: no hay mal que dure 100 años.