La relación entre el poder y el mal es un tema fascinante para la literatura.
El que mejor lo trata es William Shakespeare, sobre todo en Ricardo III, donde muestra cómo el perverso duque de Gloucester acude al engaño, la mentira y el crimen a fin de usurpar el trono. En el siglo XX, el poder tuvo genios del mal como Stalin y Hitler; y todavía hoy el villano en el poder sigue existiendo en la realidad, unas veces como dictador, otras camuflado de demócrata. Un ejemplo perfecto es Putin, a quien se acusa —sin que se lo haya podido probar todavía— de al menos diez crímenes de opositores suyos, algunos por envenenamiento.
Hay poderosos, sin embargo, que además de temibles son ridículos o grotescos o irrisorios, o todas las anteriores. Uno de los campeones del momento es el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, que alardeó de parecerse a Hitler y confesó que estaría gustoso de matar drogadictos, indigentes y criminales. (La policía filipina, apoyada por escuadrones de la muerte, ha matado, en efecto, tres mil personas en dos meses). Ese personaje siniestro, que se las da de gracioso, tuvo el descaro, cuando era alcalde, de hacer una broma asquerosa a raíz de la violación y asesinato de una monja australiana. “¿Lo enfureció que la violaran?”, le preguntó públicamente alguien, por lo visto tan inteligente como él. “Sí”, dijo Duterte. “Pero era tan guapa... El alcalde debió haber sido el primero”. ¿Les recuerda, acaso, a ese payaso estadounidense que le dio lecciones a Billy Bush de cómo acosar a una mujer valiéndose de su poder, y luego se excusó diciendo que eran bromas de hombres?
Malvado y grotesco es el presidente norcoreano Kim-Jong-un, ese niño regorderte que juega con armas atómicas, que decretó que en el país sólo están permitidos 28 cortes de pelo, y que ejecutó a su ministro de Defensa por quedarse dormido en una ceremonia y a su exnovia por aparecer en un video porno. Y patéticos, pintorescos y pésimos gobernantes son Nicolás Maduro, que se pasa por la faja la Constitución y condena a “millones y millonas” de venezolanos al hambre, y el presidente Ortega, de Nicaragua, siempre pegado a su extravagante mujer, acusado de violar reiteradamente a su hijastra y capaz de despojar a los diputados de la oposición de sus escaños.
Explicar la psiquis de estos “líderes” no es fácil. Pero tampoco la de sus seguidores incondicionales, esos que los celebran con aplausos y sonrisas aquiescentes. Uno se pregunta cómo pueden llegar a ese nivel acrítico. Hannah Arendt, quien reflexionó sobre figuras como la de Eichmann, concluye que los segundos de Hitler no eran monstruos ni psicópatas, sino un nuevo tipo de hombre que encarna “la banalidad del mal”, y que no tiene ni convicciones, ni culpa, ni dilemas morales, sólo “vacío reflexivo”. Este vacío, inofensivo en circunstancias de paz, los convirtió sin embargo, a la hora de la guerra, en asesinos de miles de judíos. Ahora bien: en las democracias (o en su remedo) estos gobernantes han sido elegidos —y reelegidos y apoyados— por una amplia masa de ciudadanos que puede apoyar, sin escrúpulos, a un tirano, a un fanático o a un idiota. Por eso nada tiene de extraño que la historia se repita.