La idea de Petro de fortalecer el turismo es buena, aunque no lo sea la de, soñadoramente, hacerlo sustituto de las divisas de los hidrocarburos. Ya otros gobiernos le han trabajado al tema, con lemas más o menos desafortunados: “Colombia es pasión”, que sin querer nos remitía al enceguecimiento pasional de nuestra violencia, “El riesgo es que te quieras quedar”, que, al menos, tenía sinceridad y humor, y ahora “El país de la belleza”, tan grandilocuente como los discursos presidenciales, con ese acento provinciano en que no hay otro lugar que nos alcance. A Petro le gusta mirar el problema como una competencia colegial: “Éramos el segundo productor mundial (de café), hoy somos el quinto. Y nos va a pasar Etiopía. Y la ministra de Agricultura no se pone las pilas”.
Son muchas las condiciones que se necesitan para que un país sea un destino turístico ideal. Más allá de la belleza y la diversidad cultural, que las tenemos, se requiere ofrecer seguridad a los viajeros. Y eso en este país sí que escasea. Y no me refiero solo a que medio Colombia esté tomado por el narco, las disidencias, la delincuencia común –¿qué decir de las bandas dedicadas a atracar turistas en sitios como el Parque Lleras o los cerros orientales?– sino a otro tipo de seguridad: la que se deriva de las normas claras y de su cumplimiento. ¿Recuerdan el helicóptero que quedó atrapado entre la estructura de una antena en el barrio Manrique de Medellín con sus cinco ocupantes adentro? Pues ese es uno de los infinitos planes turísticos que ofrecen sin muchas garantías improvisadas “empresas turísticas” de dudoso profesionalismo.
El otro problema que no hemos podido ni remotamente arreglar es el de la infraestructura de carreteras y aeroportuaria. No hay sino que ver el infame estado de la vía que de Samacá lleva a Villa de Leyva, uno de los mayores destinos turísticos del país. Imperdonable. Ni qué decir de los sitios más remotos, muchos de ellos los más bellos. El gobernador del Guainía, por ejemplo, que quiere hacer del turismo la “columna vertebral” de su gobierno, se quejaba de las pésimas condiciones de mantenimiento del aeropuerto, que ni siquiera tiene luces apropiadas para permitir operaciones nocturnas. Y, como ese, muchos más. Y de la señalización, ni hablar.
Ahora bien: ¿qué tipo de turismo queremos? ¿Qué tan bueno es que lleguen 30 cruceros en un mismo día a Cartagena, un evento tan celebrado? Leo que “la huella de carbono de un pasajero de crucero es el doble de la de un turista que llega en avión”, que en Noruega solo serán aceptados cruceros cero emisiones en los fiordos, que Venecia prohibió la entrada de cruceros al centro histórico desde 2021. ¿Vale la pena volver insoportable una ciudad por exceso de turismo, propiciar la gentrificación que expulsa a los habitantes de los barrios populares, o hacerse el ciego frente a la sobreexplotación turística de un lugar –el Valle del Cocora lesionado por el horrible decorado que tuvo a bien hacer un funcionario– o frente al turismo sexual que azota ciudades como Medellín o Cartagena? No todo se vale por plata. Hay que luchar por un turismo que no nos envilezca y eso hay que trabajarlo con lucidez y mano firme, capacitando todos los sectores que están involucrados. Y eso no se hace en un ratico.