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El 3 de junio tuve una charla virtual con los esposos Orlando Londoño y Paula Valencia, docentes de la Universidad de Caldas, que crearon durante la pandemia un interesante espacio de reflexión, “Libros, lecturas y experiencias”. En una breve charla informal antes de salir al aire comentamos los estragos del COVID-19 y lo encerrados que habíamos estado para protegernos. Orlando, de 50 años, vacunado dos días antes con la primera dosis de Pfizer, estaba sufriendo los molestos efectos secundarios, pero tenía tanta tos que al terminar el programa anunció que corría a hacerse una prueba. Dos días después supe que había resultado positivo y que Paula, que no había logrado todavía la vacuna, también tenía COVID-19. A partir de ese momento tuve casi a diario pequeños intercambios con ella y fui enterándome de que mientras Orlando mejoraba, ella empezaba a tener dificultades respiratorias. “Ahora estoy en urgencias, Piedad. No hay camas”. El 15 me contó que pasaba a cuidados intermedios. Que tenía los pulmones inflamados, que tenía miedo. Yo, buscando las palabras adecuadas, le daba alientos, le recordaba que ser joven era su fortaleza, y así, unidas por esas cortas pero intensas palabras diarias, seguimos comunicándonos hasta que ya no contestó más. El domingo lo hizo Orlando, a quien habían dejado entrar a verla, para decirme que había muerto en la mañana. Paula, directora del Departamento de Lingüística, era una mujer bella, entusiasta, llena de inquietudes intelectuales y madre de dos niños de ocho y 12 años que sufren hoy la más dolorosa orfandad.
Recibí esa triste noticia en Nueva York, donde veía por todas partes puntos de pruebas gratis y sitios de vacunación abiertos 24 horas casi desocupados, porque en el estado ya se ha vacunado el 70 % de la población adulta, lo cual hizo que el alcalde levantara las últimas restricciones. En esa ciudad bullente, que pareciera abrirse a un futuro esperanzador a pesar de las huellas dolorosas que dejó la pandemia, yo experimentaba diversos sentimientos. Liberación, claro, en un mundo sin tapabocas en las calles; admiración de ver lo que pudo hacer Biden en un tiempo tan corto, aunque no logrará las metas propuestas porque muchos gringos no quieren vacunarse; indignación, al comprobar las terribles desigualdades entre países y la incapacidad del mundo para unirse en torno a esta tragedia global; dolor y rabia de pensar que muchas personas como Paula y como las que están muriendo por COVID-19 en Colombia —dos cada cinco minutos— habrían podido salvarse de haber sido este un Gobierno competente, que hubiera negociado las vacunas a tiempo sin dejarse enredar en leguleyadas. Razón tienen los agobiados jóvenes colombianos en viajar a vacunarse. Y no sólo los ricos, como se cree, sino, como vi, muchachos pobres que fueron a trabajar en vacaciones para pagarse el viaje y tener vacuna. Es increíble: EE. UU. se blinda pidiendo prueba para entrar. Para volver a este moridero la acaban de quitar.
Todavía hoy, mientras países como Chile ya están vacunando adolescentes, aquí vamos lentísimo y cada tanto escasean las vacunas. Y la mortalidad, anuncian, crecerá “hasta niveles muy dolorosos”. ¿Más dolorosos todavía? Convirtieron en privilegio —me dice un médico— lo que es un derecho de todos.
