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¡No, qué va a pasar nada!

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Piedad Bonnett
01 de junio de 2014 - 03:00 a. m.
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Hugo Acero, en una columna, se lo preguntó: ¿quién responde por los niños muertos? Se refiere, por supuesto, a los 33 niños incinerados en Fundación, cuyo sufrimiento y muerte nos conmovieron hasta las lágrimas.

Lo que Acero dice es que los únicos culpables no son el chofer del bus y el líder de la iglesia pentecostal, sino las autoridades de tránsito locales, el alcalde e incluso el gobernador, porque “el Estado y sus funcionarios tienen responsabilidades por la vida e integridad de los ciudadanos en cualquiera de los escenarios donde se mueven”. Y más aún si son niños.

Absolutamente de acuerdo. Las autoridades de tránsito deberían asumir públicamente su culpa por su incapacidad de control y los funcionarios de mayor rango pedir perdón por simple cuestión de dignidad. Pero esa palabra, dignidad, es bastante desconocida entre los servidores públicos. Poner la cara es algo que por estos lados poco se acostumbra.

Pero hay otra explicación a tragedias tan absurdas como la de Fundación. ¿Qué pensó el chofer —un hombre dedicado al rebusque, lleno de comparendos, agobiado hoy por la conciencia de su irresponsabilidad y a las puertas de muchos años de cárcel— cuando vertió en el motor la gasolina que traía en un garrafón? Muy probablemente que eso no estaba bien, que había riesgos. Pero muy colombianamente debió decir enseguida, para sus adentros: “¡No, qué va a pasar nada!”. Lo mismo que debió pensar el pastor de la iglesia pentecostal cuando contrató por primera vez el bus a pesar de que era un cacharro viejo, sin salida de emergencia; y el dueño del bus, el mismo que no había pagado el SOAT ni había ordenado la revisión técnico-mecánica cuando se preguntó (o cuando no se preguntó) si el hombre que contrataba para manejarlo tenía licencia de conducción; y hasta los mismos padres que en otras ocasiones habían visto llegar a sus niños en ese trasto viejo: “¡No, qué va a pasar nada!” Se trata de una mentalidad, que tiene origen en causas muy profundas.

El carro de bomberos de Fundación, donado por el gobierno de Japón, aunque llegó pronto, no alcanzó a hacer nada; el mismo, como mostraron en un noticiero, es una muestra de lo que pasa en un país atrasado: hay que llenarlo de manera no convencional porque en Fundación no hay hidrantes, y sus latas tienen una abolladura inmensa que no ha podido ser reparada porque no hay presupuesto. Y cuando se marca desde Fundación al número de emergencia de los bomberos, ¡contestan en Cartagena! Nada de eso fue agravante de la tragedia, pero sí es una muestra de que todo comienza por ahí: como en muchas instituciones del Estado nada funciona o funciona a medias, el ciudadano lidia con su cotidianidad como mejor le parece. Y entonces el límite de la legalidad se rompe muy fácilmente. Un ejemplo: una de las primeras hipótesis, que resultó falsa, fue que el bus podía llevar pimpinas de gasolina de contrabando, “una práctica corriente en la región” que conoce todo el mundo, y por supuesto las autoridades. Los que corren el riesgo de llevarlas se dicen diariamente, como tantos colombianos a la hora de arriesgar sus vidas por saltarse las normas: “¡No, qué va a pasar nada!”.

 

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