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Nos han dado la tierra

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Piedad Bonnett
23 de octubre de 2022 - 05:30 a. m.
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Como en el cuento de Juan Rulfo que lleva el título de esta columna, Los reyes del mundo, la premiada película de la directora Laura Mora, trata del eterno sueño de tantos latinoamericanos de obtener del Gobierno un pedazo de tierra fértil donde asentarse y producir. En el cuento de Rulfo un grupo de campesinos en los tiempos de la Revolución mexicana se encuentran con que lo que les han dado son terrenos áridos, donde nada crece. En la película de Laura Mora, cinco amigos, todos muchachos de la calle, emprenden un viaje por el Bajo Cauca antioqueño en busca del terreno que le arrebataron a la abuela de Ra, uno de ellos, y que le será devuelto gracias a la política de restitución de tierras. Lo hacen como pueden: en sus bicicletas o echando pata o dedo a los camiones en la carretera, con la esperanza puesta en los documentos que acreditan que la justicia ha fallado a su favor.

¿Usted sí cree que le van a dar esas tierras?, le pregunta a Ra, incrédulo, uno de los campesinos que los acogen, sintetizando en esa pregunta la desconfianza acumulada durante siglos por un pueblo una y otra vez traicionado por sus gobernantes. Guiado por esa duda, el espectador los acompaña en este viaje, que va tornándose en una experiencia alucinante, en medio de una naturaleza que despliega toda su estremecedora belleza, su fuerza indomable y majestuosa, recordándonos dolorosamente cuánto de ella nos ha sido arrebatado por una violencia que sigue ahí, latente, pues, como cuenta Laura, fueron muchos los que le dijeron que no se atreviera a grabar en esa zona “porque por allá eso es muy caliente”. Ella supo mostrar esa violencia en muchas de sus manifestaciones —la pobreza campesina, la explotación ilegal de los recursos, la huella del despojo, la burocracia sin alma, la amenaza constante—, pero contrarrestada por lo que también este pueblo tiene: capacidad de resistencia, alegría y gusto por la fiesta, hospitalidad, trato cariñoso.

La película muestra también cómo asumen su masculinidad estos jóvenes, y por entre los resquicios de su propia violencia logramos vislumbrar su vulnerabilidad, su necesidad de caricia, su apertrechamiento en la amistad, la ilusión de que un golpe de suerte los saque de la condena a un no futuro y la rabia, la rabia destructora que hace que una de las escenas más poderosas nos remita a los muchachos de la llamada primera línea. Laura Mora crea un mundo de enorme potencia poética y simbólica, que no hace concesiones al realismo fácil de tantas representaciones que se han hecho de la tragedia de este país siempre en guerra o al borde de ella; un mundo que algo tiene que ver con el de Rulfo, al borde de la alucinación o del sueño. Lo hace en un momento crucial: cuando se anuncia —otra vez— una reforma agraria que apunta a una mayor redistribución de la tierra. Y cuando, al lado de la esperanza renacida, ya hay voces que alertan sobre precipitación, ingenuidad, errores y también posibles maturrangas de los terratenientes y de los ganaderos que se aprestan a vender. “De eso tan bueno no dan tanto”, piensan muchos colombianos, como el campesino desconfiado de la película. Ojalá otra vez no se mate la esperanza de tantos que, como Ra en Los reyes del mundo, sueñan con un pedazo de tierra que les dé dignidad y buen vivir.

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