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Una cosa es que el expresidente Uribe, fiel a sus posturas belicosas, se niegue a reconocer la legitimidad de la Comisión de la Verdad, aduciendo que el plebiscito que votó No al Acuerdo de Paz de La Habana la invalida; y otra es que haya convertido la charla con la Comisión, previamente consentida y planeada, en un espacio para defenderse y hacer propaganda de sus políticas, no para ayudar a esclarecer los hechos. Más indignante aún es que se haya atrevido a desairar e incluso a increpar a los comisionados Francisco de Roux, Lucía González y Leyner Palacios, humillándolos cada vez que pudo. El resultado fue una sesión fatigante y tensa, por momentos convertida en zafarrancho, que le quitó al acto toda la dignidad que debió haber tenido.
El padre De Roux, presidente de la Comisión, afirma que la labor de esta es hablar con todos los actores del conflicto, incluidos los que piensan distinto. Y que para eso van hasta donde tengan que ir. Es un esfuerzo admirable y se les agradece. Pero él y su equipo se equivocaron al aceptar que la conversación tuviera lugar en ese escenario familiar y no en un espacio neutro; quizá benevolentes, pero no astutos, jamás alcanzaron a imaginarse lo que allá los esperaba: un capítulo de novela tropical latinoamericana, donde el telón de fondo estaba constituido por relinchos, cantos de guacharacas, retahílas de loro, ladridos, ruido de aviones y hasta por el formidable sonido del aguacero que cayó en cierto momento. El espectáculo fue transmitido en directo por las cámaras del expresidente, rompiendo el pacto de que sería una reunión privada.
Lo que los colombianos vimos, sin embargo, no fue diálogo honesto en medio un idílico entorno campesino, sino la disertación de un señor feudal que se sentó en un lugar más alto que sus interlocutores y que, a pesar de usar con deliberación un lenguaje cortés —su reverencia, padre, doctor Leyner—, interrumpió permanentemente las preguntas de sus interlocutores o los calló de plano. Como buen representante de una cultura patriarcal hegemónica, levantó la voz cada vez que pudo e ignoró hasta donde fue posible al líder Palacios y a su colega Lucía González, a quien se atrevió a decirle, con insolencia disimulada por el tuteo familiar: “Es que tú eres muy sesgada, siempre has sido muy sesgada”. El clímax de la obra, sin embargo, tuvo lugar cuando entró abruptamente uno de los vástagos del protagonista, echó una parrafada sobre los falsos positivos, achacándoselos a Santos, y afirmó, dirigiéndose a la comisionada, de la que dijo que “le encantan las Farc”: “Yo nunca diría que comparto los principios de Pablo Escobar, ni de Castaño, ni de Mancuso, ni de las Farc… ningún grupo terrorista, todos me saben a mierda”. Fue la nota escatológica que le dio un aire moderno a la pieza y de paso echó al agua a la comisionada en un país donde matan por pensar distinto.
El padre De Roux, quien repitió en forma incansable que lo que querían era que Uribe les ayudara a entender, dijo, con la grandeza de alma que lo caracteriza, que asume cualquier error, pero aceptó que el diálogo no fue reparador con las víctimas. Dijo también que hablará con Uribe las veces que sea necesario. Es de cristianos poner la otra mejilla.
