En el principio fue el desconcierto. Internet se llenó de ruido. De información avasallante —cuadros, cifras, proyecciones—, de entrevistas a científicos, de imágenes aterradoras y de humor, por supuesto, ese antídoto del pánico. Humor que nos revela: lleno de ingenio y de creatividad, pero también con su dosis de machismo, de sexismo o de ramplonería. Luego empezaron las señales de la resistencia: videos con canciones o mostrando los balcones donde la vida no se rinde. Imágenes todas de la sociedad hipercomunicada que ahora somos, en un esfuerzo de vencer la desocialización a la que nos obliga la pandemia. En esta última semana, en cambio, parece que se hubiera instalado más a sus anchas el silencio. El confinamiento ya no se vive del todo como estado de excepción. Comienza a asumirse como una nueva vida, con otra manera de manejar el tiempo.
Ahora que todos los días parecen domingo —o, para los obsesivos, un eterno lunes de fatigante teletrabajo—, habría que examinar los cambios que se están dando en este sentido. Alejados repentinamente de la obsesión productivista del capitalismo galopante, para muchos los días cobran otro ritmo. A pesar de las nuevas contingencias y dificultades económicas que plantea la pandemia, cientos de trabajadores bogotanos, por ejemplo, — y sobre todo las madres cabeza de familia— estarán apreciando la maravilla de no tener que usar un transporte inhumanamente atestado durante más de dos o tres horas al día, para volver en la noche a medio ocuparse de los niños, a hacer más labores domésticas y a acostarse para reanudar un día idéntico de trabajo en cadena. Ahora es posible que ellos vislumbren otros manejos del tiempo.
Y es que la crisis devela hasta qué punto todos hemos aceptado como naturales unos ritmos de vida oprimentes, dictados por la alienación del trabajo incesante, sin lugar para el ocio creativo, para desarrollar una habilidad, practicar un deporte o dedicar tiempo a la naturaleza y a otros seres humanos. Quizá por la fisura del confinamiento mucha gente pueda echar ahora una mirada retrospectiva a lo que ha sido su vida laboral, diseñada por el sistema simplemente para sostenerlo, y comprenda qué tan poco de nuestro tiempo, “esa materia de la que estamos hechos”, nos deja el sistema productivo. “La mano invisible del mercado, más invisible que nunca, se ha demostrado incapaz de sostener la vida”, escribe la española Patricia Manrique, y creo que se refiere a vida como lo que debería ser: tiempo digno, con opciones, libertad, oportunidades.
Ahora, por fin, muchas personas están valorando el trabajo inmenso de las empleadas domésticas. Y buscando recursos de supervivencia espiritual, más allá del parloteo incesante e insensato de las redes. ¡La levadura se ha acabado porque muchos están haciendo pan! Y hay quien hace yoga por primera vez, o considera recuperar la práctica de la lectura, o no seguir postergando el deseo de escribir. Nos estamos preguntando qué cambiará después de esto. A mí me gustaría pensar que de esta pesadilla global puede nacer un cambio de mentalidad en nuestra concepción del uso del tiempo, que sea gestado no por líderes ineptos, sino por una red universal de ciudadanos conscientes del derecho a los bienes del espíritu.