Nuestros niños, nuestros jóvenes

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Piedad Bonnett
29 de junio de 2019 - 04:50 a. m.
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Hace unas semanas todo el mundo estaba hablando de la necesidad de proteger a “nuestros niños”, amenazados por una supuesta horda de consumidores en calles y parques. Lo que muchos de los escandalizados olvidan es que hay niños colombianos que ni siquiera tienen parques, o que viven en calles donde se arriesgan a morir si cruzan ciertas fronteras. O que todavía hay algunos que ni siquiera están escolarizados, como los hijos de la líder asesinada, María del Pilar Hurtado, pues al pertenecer a familias desplazadas la marginalidad de sus vidas es total. Más que los adictos consumiendo en sitios públicos, lo que hace vulnerables a nuestros niños es la violencia intrafamiliar, la pobreza, la inequidad, el abandono del Estado.

Sucede en forma grave con los niños que viven en zonas apartadas, dominadas por bandas delincuenciales. Una crónica de El Espectador resume lo que pasa en algunas veredas de Nariño: una escuela en ruinas, dificultades enormes de desplazamiento de los pequeños estudiantes, condiciones económicas inicuas para los maestros, y padres que prefieren que se conviertan en raspachines para ayudar a la economía del hogar. Estos niños sólo tienen opción de hacer allí la primaria. ¿Y después? Muy probablemente “irse a raspar, para ganarse $ 7.000 por arroba de hoja de coca que recolecten”.

Pero en algunos centros urbanos la situación no es muy distinta. El líder juvenil Leonard Rentería denunció hace poco lo que todos sabemos: que en Buenaventura los combos delincuenciales tienen asolados numerosos barrios, y que los jóvenes o son víctimas o son victimarios. No hay salida. La violencia no los deja llegar a los centros de estudio. La deserción estudiantil es enorme y la tasa de desempleo es del 63 %. ¿Nos parece raro que en esa situación de desesperanza el consumo de drogas y alcohol sea un paliativo para esas vidas?

“La falta de cumplimiento del Gobierno a acuerdos establecidos para ayudar a paliar la crisis tiene al puerto en un estancamiento”, dice Leonard. Y propone lo evidente: en vez de intervención militar, “estrategias de carácter social”. “Requerimos la presencia de la institucionalidad en todo el sentido”. Los mismos requerimientos que llevamos años oyendo, y que también hace Camilo Romero, gobernador de Nariño: “Yo he venido insistiendo en que lo que se requiere es presencia integral del Estado en el territorio. Eso es lo que siempre hemos pedido y lo que no llegó”.

En medio de este desolador panorama, la comisión de sabios alza una voz que pocos oyen para proponer que, para que en Colombia haya crecimiento con equidad, lo prioritario es apostarle a la educación. Si se expande la base de la gente educada, dicen, si la educación deja de ser para una élite, habrá mayor movilidad social y también mayor dinamismo económico. “Por eso, pensar la educación rural es fundamental para nuestra estrategia”. Y ofrecer un bachillerato que se adapte a las necesidades regionales. Y subir los estándares de calidad, preparando mucho mejor a los maestros. Los expertos tienen cientos de propuestas e ideas. ¿Pero alguien ha oído al Gobierno hablar de propuestas educativas renovadoras en el posconflicto? Poco. En cambio sí, y mucho, de economía naranja. Algo que pocos entienden.

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