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Oh, patria

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Piedad Bonnett
24 de julio de 2016 - 02:00 a. m.
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Debo confesar que me pareció curioso que en momentos en que sólo se habla de la necesidad de alcanzar la paz, celebráramos el día de la Independencia, como siempre, con un desfile militar que no tiene otro propósito que mostrar el poderío de las armas de guerra de nuestras fuerzas armadas.

Como si la liberación que se celebra incluyera también, tácitamente, una amenaza a posibles enemigos.

A sabiendas de que esta es una forma bastante universal de conmemorar las fechas de independencia, yo siempre he creído que sería mejor celebrar como lo hacen algunos países —Estados Unidos, por ejemplo— de un modo más festivo y menos grandilocuente, disfrazándose, lanzando globos y disfrutando de fuegos artificiales. Porque aunque nadie niega que hay algo hermoso en los desfiles militares, que deslumbran con sus uniformes, sus banderas, su música marcial y las pruebas de fortaleza y disciplina de sus hombres, no hay que olvidar que a lo que asistimos es a la guerra mostrada como espectáculo, idealizada; y que detrás de esa parafernalia hay unos jóvenes que han sido entrenados para matar o morir, así sea en nombre de la patria. Y por eso hay algo que no deja de incomodarme cuando veo a los niños entre felices y aterrados aplaudiendo al arsenal de guerra y a los guerreros de rostros camuflados y cuando oigo a los padres decir que así es como sus hijos aprecian el sentido de los símbolos patrios. Pero tal vez sea yo una ingenua pacifista.

Rápidamente entendí, sin embargo, por la forma en que los medios cubrieron el hecho y porque la consigna del desfile era “La victoria es la paz”, que la espectacularidad del mismo había sido rigurosamente planeada como un homenaje a las fuerzas armadas, que se despiden de los tiempos de guerra, y también para dar de ellas una visión gloriosa, heroica e incluyente. Pues hasta con sus penachos desfilaron algunos indígenas, “por primera vez en la historia de Colombia”. Pues todo sirve a la hora de un desfile. Hora en que el patriotismo se exacerba y se olvidan las manchas muy oscuras de la guerra y sus guerreros.

Siempre he creído que la patria, como noción de pertenencia, nos remite más a cosas tan esenciales y cotidianas como el uso de la lengua, las costumbres, los paisajes, las comidas o la memoria colectiva, que a las banderas y a los himnos, aunque estos en ciertas circunstancias nos emocionen. Y que nos sentimos mucho más patriotas cuando vemos correr a Nairo Quintana que cuando oímos un discurso veintejuliero. Entre otras cosas porque los pobres símbolos patrios han sido siempre manoseados y maltratados y puestos al servicio de causas irrisorias. Como bien lo demuestra un video que circula por ahí, donde los camioneros en paro, exhibiendo banderas negras, extienden la bandera tricolor de lado a lado de la carretera mientras invitan a los conductores que quieren trabajar a que la pisen con sus vehículos, pues, según ellos, es la del país que el gobierno quiere entregar a las Farc. ¡ Qué patriotismo! Y pensar que estos excesos de los radicales son impulsados por un hombre que repite cada vez que puede la palabra patria, llevándose teatralmente la mano al corazón.

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