RESIGNADOS COMO ESTAMOS A VIvir en ciudades donde reina un clima de inseguridad generalizada, los colombianos nos olvidamos de que hay lugares —en esos países que llamamos “civilizados”— donde se puede caminar tranquilo por todas partes, teniendo apenas el mínimo de prevención que toda ciudad exige.
Es por contraste cuando nos hacemos conscientes de cuánto empobrece nuestro nivel de vida la conciencia permanente de que nos pueden robar el celular si lo sacamos en público y el espejo retrovisor en cualquier esquina y en la calle del barrio nuestras pertenencias, y que cualquier asomo de resistencia puede costarnos la vida.
La inseguridad en Bogotá es tan grande que habría que exigirles a los candidatos a la Alcaldía que expliquen en detalle qué medidas tienen dispuestas para enfrentarla y elegirlos en consecuencia. Por supuesto que el de la seguridad es un problema con muchas aristas y difícil de enfrentar, pero también muy estudiado ya por los expertos en todo el mundo. Una de esas aristas es la que atañe a los entornos urbanos, que sabemos que tienen el poder de estimular o desestimular la violencia urbana. Los urbanistas lo han planteado desde hace mucho: Newman, por ejemplo, habló en 1970 de que habría que planificar la infraestructura urbana con criterios de seguridad y Paul Van Soomeren creó el concepto de prevención del crimen a través del diseño ambiental (CPTED por sus siglas en inglés). En efecto: mejorar los espacios públicos o simplemente mantener en buen estado los existentes puede ser definitivo para la seguridad. Un ejemplo local: los mejoramientos zonales introducidos por las obras de Transmilenio o por las bibliotecas del Tunal y el Tintal repercutieron en una percepción de seguridad y bienestar de muchos bogotanos. Mientras que la plazoleta de San Victorino, revitalizada por Peñalosa e inscrita en un proyecto de mejoramiento e impulso económico para la zona, ha vuelto a ser un foco de inseguridad por el abandono en que entró el proyecto después de la primera fase.
Tristemente, hay dos espacios bogotanos muy valiosos, verdadero patrimonio de la ciudad, que sufren la amenaza constante del delito: las ciclorrutas y los cerros orientales. En las primeras se roban en promedio 120 bicicletas al mes, un verdadero escándalo; en los cerros, recuperados en una pequeña parte para disfrute ciudadano, cada tanto hay atracos. La gente sólo acude a ciertas horas, las tempraneras, y ya luego tiene miedo de pasear por sus caminos.
Una primera acción de rescate implicaría un mejoramiento a fondo de la infraestructura: accesos, señalización, puntos de información y vigilancia, detección de los puntos vulnerables, mejor iluminación, aumento de la presencia policial en sitios claves, etc. Pero eso no es todo. Como ha escrito Felipe Hernando Sanz, especialista en prevención del delito urbano y autor del Atlas de la Seguridad de Madrid, sin el involucramiento de la comunidad y sin eficacia punitiva —que no suelten al delincuente unas horas después— no funcionan las estrategias de seguridad. Y esto sólo se logra con un equipo muy sincronizado detrás, liderado por un alcalde que sepa también convocar a la ciudadanía. Porque, como dijo Paul Bromberg en entrevista reciente, “la gente quiere sentirse en colectivo” y “solo no se puede hacer nada”.