Publicidad

Pararles el macho

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Piedad Bonnett
08 de marzo de 2014 - 03:45 p. m.
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

“Estoy harta de ver a mujeres maravillosas maltratadas por hombres que las odian por las mismas razones por las que las admiran”.

Recordé estas palabras de una amiga a raíz del Día Internacional de la Mujer, una fecha que no se creó, como algunos piensan, para perpetuar una imagen mariana de la mujer, dulce y maternal, ni tampoco para que los floricultores vendieran más rosas y tulipanes, sino como una propuesta de Clara Zetkin, una luchadora feminista que en 1910, en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas en Copenhague, pedía ya el derecho al sufragio femenino.

Más de 100 años después los logros que hemos conseguido han sido grandes, pero la discriminación y la violencia contra las mujeres persisten de manera escandalosa: los medios reportan a diario violaciones, golpizas, asesinatos y caras quemadas con ácido; y sabemos de muchachas que mueren porque una legislación hecha por machos prohíbe el aborto, y también de abortos ordenados por machos en las filas guerrilleras. Tal vez por eso seguimos celebrando el Día de la Mujer, una fecha que puede parecer inane o fácil de ridiculizar (algunos se preguntan por qué no existe un Día del Hombre), pero que cada 8 de marzo nos recuerda que todos los hombres y mujeres de pensamiento liberal debemos seguir luchando por romper con los viejos esquemas retardatarios que perviven en el imaginario colectivo.

La literatura, con su enorme poder simbólico, expresa a menudo sentires universales enraizados en visiones arquetípicas: las madres que cuentan a sus hijas el cuento de Caperucita saben que el lobo que acecha en el bosque alude secretamente a una amenaza masculina. Es a ese lobo al que teme la muchacha que cruza un parque solitario cuando vuelve de su trabajo o la adolescente campesina que ve entrar a su casa a un grupo de hombres uniformados. Pero también sabemos que el abuso a la mujer no sólo se da en lugares desiertos o lejanos —lo pueden atestiguar las usuarias de Transmilenio— ni es perpetrado por monstruos de la naturaleza, sino que a menudo tiene lugar en el íntimo espacio del hogar: el padre, el marido, el hermano, son muchas veces los mayores agentes de violencia. Con un agravante: el desprecio por la mujer no se concreta allí necesariamente en hechos delictivos, como golpes o violación, sino de manera más insidiosa y difícil de combatir: en el gesto desdeñoso, la palabra ofensiva, el autoritarismo, el afán de dominio, la humillación económica, el acoso psicológico y el abuso del alcohol, entre otras cosas. Refinadas formas de abuso capaces de hacer daños irreparables.

Cambiar la percepción de la mujer en una sociedad como esta, machista hasta los tuétanos, es un proceso de siglos. Porque es en el hogar donde al niño se le infunde el prejuicio, son la escuela, el Estado y los medios de comunicación los llamados a propiciar los cambios de mentalidad al respecto. Y por supuesto, nosotras las mujeres. ¿Cómo? Logrando autonomía, libertad, estudio, proyectos de vida. Todo aquello que un hombre que ha dejado atrás su lobo ancestral admira en ellas.

Conoce más

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.