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Leo por estos días Solenoide, de Mircea Cartarescu, un extraordinario novelista rumano. Se trata de un libro monumental, de casi 800 páginas, alucinado, poético, donde, con una prosa única, el autor recrea la Bucarest de su infancia, que es también la de la dictadura comunista. Como me sucede siempre que nado en ese pozo de felicidad que es la buena literatura, de inmediato siento el deseo de compartir con otros el libro que me causa esos deslumbramientos. Los mismos que pueden provocar otros textos con ideas tan audaces y capaces de descolocarnos como las que leí en estos días, la una en un estudio sicoanalítico y la otra en una entrevista de periódico: que se necesita cierta capacidad de odio para tener sentido crítico, o que un buen posconflicto es el que deja inconforme a todos. Con esas dos ideas un buen maestro puede hacer maravillas en clase.
Pero al mismo tiempo que disfruto y me entusiasmo, me dejo angustiar por el pensamiento catastrofista que anuncia que los jóvenes y niños ya no leen, que sólo escriben WhatsApp y ven televisión, y que habrá un día en que libros como el de Cartarescu sólo serán leídos por los escasos miembros de una secta oscura, la de los últimos lectores de la tierra. Porque a veces me poseen esos terrores, me alegra saber que subió el índice de lectura de los colombianos. Pero más allá de las cifras, siempre polémicas, susceptibles de distintas interpretaciones, me parece muy importante que por primera vez se haya llevado a cabo una encuesta especializada sobre hábitos de lectura y escritura, que incluye el campo con sus centros poblados y lo “rural disperso”, algo que jamás habría podido hacerse en épocas del conflicto armado; y que el 52,6 % de los colombianos mayores de cinco años dijeran haber visitado la biblioteca pública en el último año.
Estos y otros buenos resultados no son producto del azar, sino de la agresiva campaña a favor del libro y la lectura que viene adelantando el gobierno de Colombia desde hace ya bastante y que, me consta, nos convierte en objeto de admiración y envidia de muchos países latinoamericanos. Aunque siempre se quiere más, es de celebrar que el país tenga ya 1.484 bibliotecas públicas dotadas de libros y conectadas a internet en un 90 %; que se promocione la lectura y la escritura en las cárceles, con el proyecto Libertad bajo palabra; que las bibliotecas móviles estén llegando a los campamentos de los desmovilizados; pero sobre todo, que haya 1.510 bibliotecarios que se han capacitado para ejercer su oficio y que aman los libros y los conocen. Porque, como tiene claro el Ministerio de Cultura, puestos como meros objetos en los estantes no bastan los libros para conseguir lectores.
¿Que se lee, pero no se comprende, como dicen algunos? Puede haber mucho de verdad en eso. Pero recordemos que esos procesos de transformación de hábitos son lentos, exigen perseverancia y entusiasmo, y, por supuesto, ser parte importante de un proyecto de gobierno. Algo que esperamos lo tenga claro el próximo presidente.
Adenda. Y hablando otra vez de titulares, qué tal este de El Tiempo: “Desfalcan con pensiones a 400 falsos locos en el Cesar”. ¿Será que todavía se puede llamar locos a los enfermos mentales, así sean falsos?
