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CUANDO PIERRE LAGRANGE QUIso vender a la reconocida casa de subastas Christie’s la obra Sin título de Jackson Pollock, que él había comprado en 2007 a la famosa galería Knoedler & Company de NY por 17 millones de dólares, se encontró con una desagradable sorpresa: el cuadro era falso.
Pero su disgusto no terminó ahí: cuando quiso hacerle el reclamo descubrió que, después de haber estado funcionando durante 165 años, la galería había cerrado unos días antes. La razón: su prestigio se vino al piso cuando se probó que había adquirido y comercializado falsificaciones de artistas tan conocidos como De Kooning, Motherwell y el mismo Pollock. Recientemente el FBI descubrió que la persona que falsificó las obras fue Pei-Shen Qian, quien después de tratar infructuosamente de vender su propio arte se decidió por la imitación e hizo de ella un modo de vida.
La historia del arte está llena de impostores como Pei-shen, personajes entre trágicos y patéticos que arrastrados por la ausencia de verdadero talento o por la incomprensión de su tiempo terminan poniendo sus destrezas al servicio de la copia. Son simples plagiarios, delincuentes, y sin embargo sus vidas de pícaros enriquecidos o de tristes fracasados, depende de cómo se las mire, seduce siempre a un público que no deja de asombrarse de sus destrezas. La prueba extrema de esta paradoja se dio este año, cuando el Círculo de Bellas Artes de Madrid exhibió la obra de uno de los más célebres falsificadores del siglo XX, Elmyr de Hory, un húngaro que pintó y vendió más de mil cuadros que fueron atribuidos a los más célebres pintores modernos. Aunque en la página del Círculo se lee la dudosa afirmación de que “el plagio es una forma de cultura...”, es cierto, como también ellos lo afirman, que esta curiosa exposición hace reflexionar sobre qué es el talento, y también en lo que hay de superstición y miseria en el mercado del arte.
En la última revista El Malpensante podemos leer un interesante artículo de la mexicana Avelina Lésper que puede llegar a empatar con esa reflexión. Ella señala que, para que haya búsqueda estética y un verdadero quehacer artístico, es necesario pensar y hacer. “Sólo pensar —afirma— lo arroja a búsquedas especulativas”. Y, tomando como ejemplos a Damien Hirst y a Richard Prince (que se apropia de fotos publicitarias de Marlboro y las firma) reflexiona sobre aquellos artistas contemporáneos que creen —repitiendo todavía hoy el irrepetible gesto de Duchamp— que basta con “resignificar” cualquier objeto de la realidad cotidiana para que haya arte.
Por supuesto que el problema no es sencillo, que tiene innumerables aristas. Ad portas del Salón de Artistas, que este año será en Medellín, vale la pena, sin embargo, volver a pensar en estas cosas. En el talentoso Elmyr de Hory que, desprovisto de ideas propias pintó, tal vez apasionadamente, tantos cuadros a la manera de otros y que después de varios intentos se suicidó, en 1976. Y en tantos “genios” del arte a los que les basta descontextualizar algo encontrado en casa para ser bautizados como artistas, sin siquiera untarse las manos.
