Yo no voy a votar por Petro, pero entiendo por qué va liderando las encuestas. En primer lugar, porque el momento lo favorece: hartos del pésimo gobierno de Duque y de los horrores del uribismo; de la pobreza que se multiplicó en pandemia apoyada en la insensibilidad de las élites y la clase gobernante, a las que todo lo que no sea su suerte les importa un pito; rabiosos y desesperanzados por la falta de seguridad, de oportunidades, y, en fin, de futuro, muchos colombianos están dispuestos a apostarle a cualquier cosa que signifique cambio, así este se anuncie a través de promesas vagas o delirantes. Y prefieren, en su desesperación, “ver qué pasa”, seguros de que la institucionalidad colombiana tiene suficiente fuerza para trancar los posibles despropósitos.
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Pero Petro va liderando, además, porque es un político sagaz, con sentido de la oportunidad, buen orador, que, como buen demagogo, ha sido capaz de “ganarse con halagos el favor popular”. Nadie como él para decir lo que la gente quiere oír, a veces con visión y bien orientado, como cuando supo medir la significación del estallido social, y a veces sacando del bolsillo proyectos inviables pero que suenan progresistas, como el de detener abruptamente la explotación petrolera —que le valió críticas de Lula—, o apelando a tópicos grandilocuentes o sensibleros como aquello de “potencia mundial de la vida” o “la política del amor”.
Yo no voto por Petro porque me parece populista, pero, sobre todo, como escribí alguna vez, por su talante, que Antonio Caballero, en una columna del 19 de mayo de 2018, describió muy bien: “Lo que no me gusta de Petro es su manera de ser. Petro es Petro. Y eso es lo malo que tiene Petro, un político megalómano que de sí mismo habla en una admirativa y mayestática tercera persona. Lo malo de Petro no es su teoría sino su práctica. La que le conocimos en sus años de alcalde de Bogotá, de ineptitud y de rencor, de caprichos despóticos y de autosatisfacción desmesurada. Su arrogancia, su prepotencia. Su personalidad paranoica de caudillo providencial, mesiánico, señalado por el Destino para salvar no sólo al pueblo de Colombia de sus corruptas clases dominantes, sino al planeta Tierra de su destrucción y a la especie humana de su extinción. (…) No le creo ni ‘el amor’ del que tanto habla. Ni ‘el saber’ que pretende transmitir. Ni ‘la humanidad’ que campea en los nombres de sus campañas. Todo eso me parece ficticio e impostado. Petro no inspira confianza”.
Tampoco votaré por Federico Gutiérrez, ni más faltaba, porque es ficha de Uribe y cercano a otros poderosos indeseables; y porque es un sartal de lugares comunes, tiene una visión retardataria del mundo y una vocación continuista. Votaré por Fajardo porque sus propuestas son las más aterrizadas, porque Murillo me parece mejor que Francia y por su vocación de maestro, con todo lo que esto significa de ganas de dar, de investigar, de pensar, de proponer. También porque creo que su moderación le conviene a una Colombia enardecida. Pero, sobre todo, porque a pesar de sus errores creo en la Coalición de la Esperanza, y me gustaría más ver en los ministerios a Angélica Lozano, a Guillermo Rivera o a Jorge Robledo, que a Benedetti, a Roy, a Hollman Morris, a un pastor antiabortista o a Gustavo Bolívar.