Sabemos que el presidente Petro pasa horas poniendo mensajes en Twitter, una vía propicia para comunicar de forma inmediata, pero también para despertar pasiones, desatar polémicas, incendiar los ánimos. Sin embargo, estadísticamente parece que este público no es tan amplio como se podría pensar. Un estudio de la revista Semana del 2021 dice que solo el 4 % de los colombianos usa Twitter. Y aunque otros estudios le atribuyen mayor audiencia, no parece que la cifra de usuarios sea de más de 3 millones de personas en el país. Por eso, a Gustavo Petro, que tiene talante de caudillo, le conviene más el balcón, un espacio de comunicación que pareciera un tanto anacrónico en estos tiempos, pero que le permite un discurso más amplio y acorde con su estilo: emotivo, sentimental, demagógico, a veces amenazante o pendenciero.
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El populismo que Petro muestra en sus discursos es de manual, comenzando porque, cuando reduce todo a “un enfrentamiento moral entre una élite corrupta y el pueblo soberano”, aviva la confrontación. Aunque hay parte de verdad en este postulado, él lo condimenta con otros recursos típicamente populistas: la provocación, el llamado a la indignación y a la protesta, la hipérbole, la grandilocuencia, pero sobre todo la apelación a las emociones. Y en eso nos recuerda el estilo de Álvaro Uribe porque, como sabemos, hay populismo de izquierda y de derecha.
En su excelente libro La democracia sentimental: política y emociones en el siglo XXI, Manuel Arias Maldonado examina por qué resulta tan atractivo para muchos el romanticismo político. Arias sostiene que en una época en la que indignarse se ha vuelto una moda intelectual –independientemente de que la indignación sea por la pobreza mundial o por la “invasión” de migrantes– y las redes prefieren el insulto al razonamiento, hay complacencia con todo lo que se exprese en forma visceral. Está probado, además, –afirma Arias– que adoptar posiciones radicales produce una enorme sensación de felicidad, mientras que el lenguaje de base racional de “la política institucionalizada, tecnocrática, reformista” resulta para muchos frío y poco apasionante. Por eso se desprecia la moderación, digo yo.
Nadie podría negar que Gustavo Petro actúa como un político romántico, sin que necesariamente este epíteto sea peyorativo. De ahí que su lenguaje recurra a imágenes sentimentales –viudas empobrecidas, pacientes moribundos, jóvenes indignados– que nos son familiares porque han sido explotadas por el melodrama, un género que está en la base de la educación sentimental de los latinoamericanos. No creo que sea una simple estrategia de seducción. Petro es apasionado y además ama su propia retórica. El problema es, como dice Arias Maldonado, que el romanticismo político –o la democracia sentimental– por querer avivar la esperanza de las gentes “crea expectativas irrazonables acerca de aquello que la política puede proporcionar”. Y que la retórica de las emociones tiende a la simplificación para complacer al “pueblo”, del que su líder se siente el único representante legítimo. Sin considerar que hoy por hoy, “debido a la elemental fragmentación de las comunidades modernas”, “pueblo” es “una entidad imposible, salvo que opere como metáfora”.