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En entrevista reciente el fiscal Eduardo Montealegre habló de “populismo punitivo” para referirse a la tendencia de aquellos que creen que aumentando las penas se disminuye el delito.
Esa expresión cae como anillo al dedo para calificar la decisión del jurado que condenó a muerte al joven de 19 años Dzhokhar Tsarnaev, quien participó en el atentado contra la maratón de Boston, causando tres víctimas mortales. Sí, su acción fue atroz, insensata, condenable. Pero, ¿hay algo de humanidad en la condena a muerte de un muchacho de esa edad, con antecedentes de graves problemas familiares, un chico confuso, como adujo su defensa, que se dejó arrastrar por su hermano? Algunos dirán que se lo merece. Pero hay razones que van más allá de la piedad, que son de principios: la pena de muerte es un rezago de épocas bárbaras y, como dijo Camus, se parece más a la venganza que a la ley. “Si el crimen está en la naturaleza del hombre —escribió— la ley no está hecha para imitar o reproducir esa naturaleza”.
Hubo épocas en que hasta los animales eran llevados a la horca por asesinatos. Aunque parezca un chiste, en 1386, en Falaise, una chancha fue ahorcada por matar un niño. El último caso fue en Suiza, en 1906, donde se ejecutó a un perro por participar en un robo y un asesinato. Las referencias las trae Arthur Koestler, famoso por un célebre ensayo contra la pena de muerte en Inglatera, donde todavía a principios del siglo XIX era posible llevar a la horca a niños que habían cometido delitos como robar. Por fortuna, las circunstancias han cambiado, y el número de países que practican la pena de muerte se ha reducido sensiblemente. En USA, aunque todavía impera en 32 estados, ha sido prohibida en 6 en los últimos años y en otros se tiende a la moratoria de las ejecuciones. Sin embargo, todavía más de un 60% de norteamericanos es partidario de ese terrible castigo.
Los argumentos contra la pena de muerte son muchos. Algunos son prácticos, y probados suficientemente con cifras: la pena de muerte no disuade al futuro criminal. No lo hacía en los tiempos en que las ejecuciones eran públicas y macabras, menos ahora que son llevadas a cabo en privado y supuestamente son civilizadas y asépticas. Otras argumentaciones son éticas: ¿cómo puede un Estado que no logra prevenir el delito, que muchas veces ni siquiera ofrece un mínimo de dignidad en sus cárceles, arrogarse el derecho de un castigo tan definitivo? ¿Y cómo puede negarle a un ser humano la posibilidad de reparar y enmendarse?
Son siempre las fuerzas antiprogresistas de una sociedad las que se empecinan en la pena de muerte y le dan “a esa antigua concepción de la justicia”, como dice Koestler, un valor simbólico. Por fortuna, y a pesar de las propuestas recurrentes, en Colombia no prospera la idea. Y aunque no estoy de acuerdo con dar beneficios a violadores, sí creo que abunda el “populismo punitivo” del que habla el señor fiscal. No es condenando a cadena perpetua a los culpables ni llenando las cárceles de ladronzuelos o consumidores como se erradica el crimen. Hay, como dice Montealegre, otras formas de control social: prevención, castigos alternos, trabajo de resocialización. Formas dignas e imaginativas de impartir justicia.
