El 21 de enero Nicolás Petro, hijo del presidente, escribió en Twitter: “En el corregimiento de La Playa, Barranquilla, instalamos el segundo comité de defensa del Gobierno Nacional. Junto a la ciudadanía seguimos trabajando con líderes y lideresas por la transformación”. Al leerlo, uno se pregunta algunas cosas: ¿qué significa ahí la palabra “defensa”, que en un contexto de calle —pues en la foto que lo acompaña vemos al joven Petro arengando a un grupo de ciudadanos que están sentados al aire libre— suena a proceder belicoso? ¿Defender al Gobierno de qué? ¿De los que discrepan de sus ideas? ¿Cuáles serían las funciones de esos comités? Porque implícitamente se anuncian más. ¿Este es el segundo de cuántos? ¿Y qué se requiere para pertenecer a ellos? ¿Reciben algo a cambio?
En un país donde las llamadas “autodefensas” han sembrado el terror, causando las más crueles masacres, la palabra “defensa” —a menos que se refiera a funciones de la milicia, de abogados en estrados judiciales o a “defensa propia”— produce un cierto estremecimiento. Sobre todo en este momento, en el que el tuit de Nicolás Petro puede relacionarse con la invitación que hizo el presidente a “las fuerzas del Gobierno del cambio” a “discutir en las calles las reformas que se avecinan…” el 14 de febrero. Una fecha nada gratuita, porque ya había sido escogida por la oposición para hacer su propia marcha. Con toda la razón las reacciones de muchos frente a esa convocatoria del Gobierno han sido de asombro y rechazo, pues la posibilidad de enfrentamiento violento es altamente probable.
Es posible que las marchas de la oposición sean apresuradas, ya que no se conocen todavía los contenidos de las reformas. Y además sabemos que han sido atizadas por la verborrea de algunos energúmenos, y de incendiarios como Miguel Polo Polo, que habla de “levantarse contra este gobierno”. Pero, de modo increíble, mientras la belicosa derecha esta vez parece sensata y está pensando en cambiar la fecha de su marcha, evitando caer en la provocación, Gustavo Petro y el Pacto Histórico han optado por la vía del enfrentamiento.
Pero el problema de fondo es mucho mayor, y lo sintetizaron bien Ramiro Bejarano y Humberto de la Calle, dos demócratas que son también abogados prestigiosos. Para Bejarano, hacer plebiscitos en la calle “es propio de las dictaduras, es lo que llamaban en la época de Uribe el Estado de opinión”. Para De la Calle, “cambiar la reflexión de temas complejos por la estadística de la algarabía en las calles es un retroceso democrático”. Ese es el quid del asunto. Olvida el presidente Petro que “el pueblo” ha votado por unos políticos —buenos y malos— para que lo representen. Y que en una democracia es básicamente en el Congreso donde se toman las decisiones políticas. Hasta donde yo sé, no hay democracias directas. Infortunadamente la alcaldesa se ha contagiado de este afán de plebiscitos populares y ahora invita a la ciudadanía a firmar una carta contra una polémica propuesta del ministro de Justicia. Aunque su causa crea simpatías y su convocatoria parezca menos pendenciera, es también populista, y, como la de Petro, busca réditos políticos. Los dos, cada uno a su manera, proponen, queriendo o sin querer, un camino de desinstitucionalización.