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Hace unas semanas oí, con estupefacción, cómo en una conocida emisora dos periodistas, de esos que hablan sobre lo divino y lo humano, se extrañaban de que Margarita Rosa de Francisco hubiera leído la proclama del llamado Pacto Histórico de Colombia Humana. Su “reflexión” tomó una deriva extraña: el primero preguntó si luego ella no vivía en Miami. A lo que el otro, por lo visto muy informado, contestó que no, que tenía un “apartamentazo” en Bogotá, sobre tal avenida. Ya divulgar esos datos al aire me pareció profundamente irrespetuoso. Pero más indignante aún lo que insinuaban: que era increíble que una actriz “con plata” adhiriera a un partido de izquierda. Infortunadamente argumentos tan simplistas se esgrimen cada tanto, ignorando, entre otras cosas, que muchos de los grandes revolucionarios (Marx y Engels, para no ir más lejos) han pertenecido a clases medias ilustradas y acomodadas, cuando no a la aristocracia; que para ser una persona progresista, que simpatiza con las causas populares, no se necesita vivir en la miseria; y que tampoco el que vive pobremente es necesariamente un “comunista” revolucionario.
En estereotipos semejantes incurre también el columnista Mauricio Botero, que acusa de “fariseísmo y doblez” a Pablo Iglesias porque pasó de nacer en el barrio obrero de Vallecas a “un chalet con piscina en uno de los barrios más elegantes y costosos de la ciudad”. Y lo compara, con malevolencia, con el que llama “Señor de las Bolsas” que, según él, “habita en la urbanización más elegante de Cundinamarca”. El periodista Carlos Antonio Vélez, por su parte, quien se define políticamente en un video que circula, afirma entre otros lugares comunes: “Odio también a los corruptos, sobre todo a aquellos que pregonan la defensa de la clase obrera y viven en palacetes, viajan en primera y viven vida de ricos”. Una especie rara de resentimiento. Y es que algunos creen que, como dicen, todo lo del pobre es robado. ¿Cómo así —se preguntan— que esa gentuza, esa plebe, consiguió casa y además con piscina? Será un “levantao” o un “igualado”, como villanamente los llama la “gente bien” —vaya nombre paradójico— a la que no se le ocurre que lo ideal sería que todo el mundo gane bien para que viva tan bien como quiera.
Me pregunto también si no subyace un menosprecio velado en el tuit de Omar Yepes que señala que las organizaciones indígenas “salen de su hábitat natural a perturbar la vida ciudadana” —como si hablara de rebaños que no pueden pasar linderos—, o en el de Marta Lucía Ramírez sobre lo que cuestan los desplazamientos de la minga, o en la invitación del presidente para que esta vuelva “a sus resguardos”, como si les hablara a niños. También, claro, se equivocan los que, poniendo un tinte de clase, protestan frente a la casa de Duque, que no es símbolo de nada, agrediendo injustamente —si es que vivieran allá— a su mujer y sus hijos, en vez de manifestarse donde reside el poder, la Casa de Nariño. Prejuicioso y violento también es, finalmente, Felipe Cadavid, director —qué atroz paradoja— de un hospital antioqueño, quien llamó “gamín” y “bien muerto” a Lucas Villa, joven protestante que fue asesinado a mansalva en Pereira. Y así, sobre estereotipos y suposiciones, se construyen el odio y la cizaña.
