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Qué olores

Piedad Bonnett

27 de febrero de 2016 - 09:00 p. m.

Después de la cumbre de generales de la Policía la prensa anunció la construcción de más salas para uso del polígrafo, a fin de buscar indicios sobre cuáles policías no están cumpliendo con su deber de combatir el crimen. Perdón, pero el enunciado del periódico casi da risa.

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Porque por más efectivo que sea el polígrafo, el problema de la descomposición de un cuerpo armado necesita de medidas mucho más hondas y diversas, que incluyen investigaciones periódicas de sus miembros (palabra que en este contexto se volvió chiste), exigencias en su formación, incentivos, y, sobre todo, voluntad de cambio en los altos mandos. Porque, no nos digamos mentiras, no todo se reduce a unas cuantas “manzanas podridas”, como suele repetirse, sino que hay descomposición en una parte importante de sus filas y además urge acabar con las luchas internas de poder.

Desafortunadamente el desprestigio de la Policía es apenas parte de un panorama más amplio de descomposición moral del país, que por supuesto no es de ahora, y que tiene que ver con factores como el conflicto armado y el auge del narcotráfico. Porque pareciera que en Colombia todo tiende a la descomposición, empezando por la guerrilla, que hace ya mucho perdió todo rumbo ideológico y se dedicó a la extorsión, el secuestro y el narcotráfico. Aquí todo huele a podrido, como diría Hamlet, comenzando por las cárceles, microcosmos de todos los horrores, donde se tortura, se mata y se pica gente que va a dar a las alcantarillas o a las granjas de cerdos, sin que ninguna autoridad se dé por enterada.

Aunque ya lo supiéramos, vuelve a producir horror leer sobre el contubernio que hubo entre agentes del siniestro DAS con la mafia y los políticos para matar a Galán y a Lara Bonilla, y la manipulación posterior de las pruebas a fin de desviar las investigaciones. Y es que aterra la corrupción interna de casi todas nuestras instituciones: descomposición hay en una parte del Ejército, involucrada en malos manejos y también en los oprobiosos falsos positivos; en las Cortes, que se han visto salpicadas por toda clase de escándalos, entre ellos el muy sonado de Jorge Pretelt, que sigue sin resolver; en el Congreso, lleno de personajes dudosos, muchos de los cuales han ido a parar a la cárcel; entre los funcionarios estatales, donde hay gentes dedicadas por oficio al robo y al saqueo, como en el caso del carrusel de la contratación; en el mundo empresarial, donde hemos visto prácticas poco éticas, como las de los llamados carteles del azúcar, los pañales, los cuadernos; en el ámbito financiero, con sonados casos como el de Interbolsa; y hasta en las universidades, como la Autónoma del Caribe, donde Silvia Gette hizo de las suyas, y la San Martín, víctima de corrupción y malos manejos.

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Cuando la corrupción se adueña de todo un país y cunde la desconfianza en las instituciones, la sociedad entera tiende a hacer más flexibles sus límites éticos. Si los de arriba roban, trampean, engañan, los de abajo creen que están autorizados a hacer lo mismo. Por eso, y en aras de verdadera paz, es prioritario empezar a romper la cadena de descomposición social, a ver si recuperemos algún día la fe que hemos perdido en las instituciones.

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