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Qué xenofobia

Piedad Bonnett

06 de marzo de 2021 - 10:00 p. m.

Pareciera imposible no conmoverse al ver a la joven pareja acurrucada con sus niños en un andén, exhaustos de recorrer la ciudad pidiendo ayuda a gritos; o al hombre que pasa horas enteras en un semáforo anunciando: “Soy panadero y tengo familia”; o al músico, que muy seguramente hacía parte de una orquesta, tocando su saxofón en una esquina; o a las familias que atraviesan nuestras cordilleras cargadas con sus enseres, desafiando el sol y la lluvia en busca de un mejor destino; son los migrantes venezolanos que no tuvieron otro remedio que escapar de un país gobernado por una régimen desalmado, que los ha condenado a la indigencia. Sin embargo —y es para no creerlo— más del 80 % de los colombianos, según encuesta de CMI, no están de acuerdo con el Estatuto de Protección a Migrantes que firmó el presidente Iván Duque para “garantizar la atención humanitaria” a las personas que huyen de Venezuela, decreto que será reglamentado en los próximos meses por Migración Colombia.

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Migrar involuntariamente, por liberador que parezca, es en la mayoría de los casos atrozmente traumático. Este tipo de migrante debe desarraigarse del entorno familiar y convertirse en un desconocido en su sitio de llegada, donde muchas veces se ve obligado a cambiar de oficio —si es que logra un trabajo— o a bajar de estatus perdiendo esfuerzos de años, algo que necesariamente lo entristece o lo avergüenza. Para acabar de ajustar, se ve expuesto a la inseguridad y al maltrato. Por eso deberíamos alegrarnos de que haya un estatuto que los proteja. Saskia Sassen, especialista en migraciones internacionales y premio Príncipe de Asturias 2013, tiene varias conclusiones interesantes: la inmensa mayoría de un país no emigra ni aun en situación catastrófica, existe una considerable migración de retorno —a menos que haya una guerra que impida regresar— y sólo en cierto porcentaje de migrantes hay una tendencia al asentamiento permanente que aspira a integrarse. La más importante, sin embargo, es esta: “Hay un considerable acuerdo respecto a que la única política razonable es la de coordinar y garantizar la estabilización y plena integración de los residentes. La precariedad de la población inmigrante no es buena: conduce a la discriminación y al odio”.

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Duque habló de “dar el salto a una integración socioeconómica”. Y es que integración es la palabra clave. Si es justo que los venezolanos puedan acceder a salud, educación y trabajo, ¿por qué somos, entonces, renuentes a la iniciativa de Duque, una de las pocas acertadas de su desafortunado gobierno? En primer lugar, porque existe la creencia de que vienen a quitarnos el trabajo, lo cual es falso, como lo han demostrado los expertos. Y en cambio sí nos conviene aprovechar sus experticias, su deseo de progresar, su aporte cultural. En segundo término, por un problema estructural: aun en una sociedad que se dice católica, acoger al otro, al desconocido, no es compatible con el proyecto capitalista que privilegia el desarrollismo, la competitividad y la concentración de riqueza. Y, finalmente, porque la naturalización de la violencia nos ha deshumanizado. Por estos días, para no ir más lejos, se habló en un noticiero de que están matando indigentes en Bogotá, en una “operación limpieza”. A cosas como esta hemos llegado.

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