Los colombianos de paz tendríamos que celebrar la carta donde los exjefes de las Farc reconocen que durante años lo que hicieron no fue “retener” a cientos de colombianos sino secuestrarlos. Y que se avergüencen de su delito y confiesen su arrepentimiento con palabras claras y precisas: “… arrebatamos la libertad y la dignidad de las personas, causamos inmenso dolor a las familias, produjimos sufrimientos indecibles”. “Reconocemos que infligimos una herida que destruyó nuestra dignidad y destruyó nuestra legitimidad”. Es de una mezquindad atroz persistir en el odio y reaccionar a sus palabras con insultos o preguntándose por qué no lo hicieron antes. Como analiza el padre Francisco de Roux, “… nos toma tiempo madurar el momento en que uno se da cuenta de que cometió un crimen o un error gravísimo y tiene el coraje de reconocerlo ante los demás”. Si, como dijeron, lo hicieron instados por las palabras estremecedoras de Íngrid Betancourt, eso nos devuelve la esperanza en que algo de sensibilidad persiste en estos personajes, a los que la guerra cegó y desvió por caminos de deshumanización total. Porque eso es lo que hace una guerra: deshumanizar, llevar a la crueldad y a la brutalidad. Y si lo hicieron porque vislumbraron lo que se les venía pierna arriba, también es válido, porque usaron palabras hondas y no retóricas. Como dice De Roux, esta confesión puede ser el principio de confesión de otras verdades. De hecho, Timochenko ya expresó que “definitivamente sí es posible que las Farc hayan reclutado niños”.
Pero no sólo a los exguerrilleros les cuesta reconocer. También a los miembros del Gobierno. En un gesto que sólo puede considerarse infantil, por ejemplo, el presidente Duque se niega a pronunciar el nombre de Juan Manuel Santos, incluso a la hora de enumerar a los mandatarios que fueron definitivos en la construcción del túnel de La Línea. Y Santos lo fue. El ministro de Defensa también tuvo que hacer su proceso, como los señores de las Farc. A la hora de reaccionar frente a las protestas ciudadanas, ni siquiera comenzó aceptando la muerte de Javier Ordóñez. Lo que se le ocurrió decir, en cambio, como si no lo hubiera visto testimoniado en video con toda su crueldad y sevicia, fue que “si hubiera habido algún exceso”, habría que investigarlo. Luego el énfasis lo puso en que “promover la violencia contra servidores públicos es un delito”, y en criminalizar la protesta diciendo que estaba infiltrada por el Eln, las disidencias de las Farc y extranjeros. Cuando vio que la indignación por su indolencia crecía, se decidió a pedir perdón a nombre de la Policía, y el martes, finalmente, reconoció que “policías mataron a un ciudadano”. Más vale tarde que nunca, señor ministro.
Los altos mandos de la Policía, por su parte, en vez de reconocer los excesos de sus hombres, se han empeñado en hablar de “vandalismo organizado”. Una teoría que de inmediato apoyó Miguel Ceballos, alto comisionado para la Paz, desconociendo todo lo que hay de indignación, rabia y descontento social entre los jóvenes protestantes. Y el nuevo defensor del Pueblo, con tan pomposo nombre, no dijo ni una palabra sobre los jóvenes asesinados y sí pidió protección para los CAI. Con esos sesgos, ¿cómo hablar de reconciliación?