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A comienzos de un 2020 que nos resulta hoy lejanísimo, la canción Resistiré se convirtió en una especie de himno que nos llamaba a sacar fuerza para enfrentar la pandemia. La humanidad entera, estupefacta, se sentía abrumada por una catástrofe natural aterradora. Y sí que lo fue, con su carga de pérdidas y sufrimiento. Una vez asumida, empezaron los análisis, los vaticinios, los diarios de pandemia. La palabra quiso convertirse en vehículo de comprensión, en memoria, en refugio, y el lenguaje simbólico y el humor cumplieron también su tarea
Una pregunta frecuente –que ya casi nadie parece hacerse- fue la de si la pandemia nos transformaría y nos haría mejores. Es difícil afirmarlo, pero todavía está por verse. No me queda duda de que la conciencia de la necesidad de enfrentar el cambio climático se ha hecho mucho mayor, a pesar de la obstinación de tantos gobiernos y poderes obtusos. Pero, además, creo que a otros niveles sí asimilamos lecciones: valoramos más a la ciencia y entendimos que hay que exigir mayores partidas para su desarrollo; comprobamos hasta qué punto puede ser duro el oficio del personal de la salud y cuánto contribuyen a la calidad de nuestra vida las personas del servicio doméstico. Aprendimos a vivir con menos, a revaluar costumbres, a apreciar la presencia de los que queremos y la libertad de movimiento. Y, sobre todo, hicimos mayor conciencia de nuestra vulnerabilidad y de la necesidad de los rituales a la hora de despedir a nuestros muertos: porque lo más triste de esta pandemia ha sido tener que abandonar a los enfermos a las puertas de los hospitales y saber que alguien que amamos –o nosotros mismos- puede morir entre tubos, en una soledad tristísima, tal vez sin siquiera una mano que estrechar.
“Sólo hay paz en la certeza”, escribió Truman Capote, y todavía hoy, casi dos años después de declarada la pandemia, nos acompaña la incertidumbre. Cuando pensábamos que estábamos en la antesala del fin, vino ómicron a aguarnos la fiesta. Y llegó -con amarga ironía- para los carnavales, esas fiestas que invitan a la transgresión y la desmesura, y donde no pareciera haber cabida para ninguna prudencia. De manera que todavía debemos hacer el ejercicio de resistir. Ese que aún nos agobia como especie, pero que sobre todo pesa sobre los hombros de los que perdieron sus empleos, de los que vieron cómo se agravaba el hambre, la violencia intrafamiliar, la soledad y la fragilidad mental. El mismo que espontáneamente pasó a ser resistencia colectiva, estallido social, grito contra la indolencia del gobierno.
A menudo la realidad crea poesía y en mi caso esta se materializó en una figura familiar: el señor del carrito de helados que durante toda la pandemia persistió en subir por la empinada cuesta donde vivo –y donde nunca he visto que alguien compre sus paletas- sembrando a veces, con el retintín infantil de su campanilla, un cierto desasosiego, porque hubo un tiempo en que los niños desaparecieron del mundo. Hoy volví a oírlo, mientras escribía este texto. Y lo vi desde mi ventana: un hombre viejo con su desastrado uniforme blanco, haciendo un esfuerzo enorme al empujar su carro. Un símbolo de persistencia, una imagen entrañable de los que han sabido resistir, sin desmayo, las vicisitudes de la pandemia.
