Macbeth, el personaje de Shakespeare, en su afán de convertirse en monarca, mata al rey Duncan, el legítimo heredero. Pero ese crimen lo lleva a muchos otros: primero, a asesinar a los guardas del rey, para desviar las sospechas sobre sí mismo; después, a los posibles testigos; a su amigo, el noble Banquo; a la familia de Macduff y, finalmente, a todos aquellos a los que teme que se atraviesen en su camino. En cierto momento dice: “He ido tan lejos en el lago de la sangre, que si no avanzara más, el retroceder sería tan dañino como el ganar la otra orilla”.
En Macbeth, cubierto de sangre, física y simbólicamente, he pensado en estos días cuando veo cómo Netanyahu arrasa con todo un pueblo, impulsado ya no por la ambición, como Macbeth, sino por la sed de venganza y el odio contra Palestina. “Ha perdido la cabeza”, dijo Itamar Rabinovich, exembajador israelí en Estados Unidos. “Ya no hay límites”. Sus palabras las cita, en un lúcido artículo de The New York Times, Roger Cohen, que interpreta así el imparable y cruel ensañamiento del primer ministro de Israel: “A pesar de todo su apoyo nacionalista y religioso, Netanyahu es ampliamente despreciado. Muchos sospechan que antepone su propia supervivencia a los intereses de la nación, al prolongar una guerra en Gaza que, según sus críticos, debería haber terminado hace mucho tiempo”. Y es que el “perder la cabeza” de Netanyahu no es sinónimo de locura, sino de embriaguez y rencor de poder.
Es claro que en principio fue legítima la arremetida militar contra Hamás, que cometió una masacre de inocentes imperdonable, pero no que esta se convirtiera en un genocidio —término siempre usado con cautela, pero que hoy todo el mundo acepta en el caso de Gaza— de la probable muerte de los pocos rehenes israelíes que quedan vivos, e incluso del odio de su propio pueblo, que corre el riesgo de ser estigmatizado y aislado en el mundo entero. Macbeth terminó asesinado por Macduff, y esperemos que Netanyahu termine como Slobodan Milosevic, “el carnicero de los Balcanes”, juzgado por un tribunal penal internacional.
En este momento resulta importante que, por fin, algunos de los países del G7, los más poderosos económicamente, entre ellos Francia y Reino Unido, se hayan decidido a unirse a los otros 147 que en el mundo reconocen hoy el Estado Palestino, y que en el mundo entero crezcan las manifestaciones populares contra la sangrienta ofensiva en Gaza. Aunque a veces se incurre en flagrantes injusticias —el Festival de Flandes canceló un concierto de la filarmónica de Múnich solo porque es dirigido por un músico israelí, Lahav Shani—, que la indignación se exprese en marchas multitudinarias y cientos de campañas presionando la paz puede hacer crecer la conciencia mundial sobre la magnitud de la infamia y ejercer presión sobre Israel. Aunque, por desgracia, mientras haya aliados de Israel como Estados Unidos, e intereses económicos de las grandes potencias, el reconocimiento del Estado Palestino no pasa de ser un mero acto simbólico.
P. D. ¿Qué significa que en su discurso ante la ONU el presidente Petro —que ha hecho de “la Paz Total” uno de los lemas más importantes de su gobierno— lleve provocadoramente en su pecho la consigna “Guerra a muerte”, así sea del mismísimo Bolívar?