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Ser o no ser

Piedad Bonnett

22 de marzo de 2014 - 10:00 p. m.

“No hay manera de avanzar si uno mismo no cambia. En otras palabras, si no reelabora la historia de su propia vida”.

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Esta afirmación de Jonathan Franzen, el autor de Correcciones, a propósito del oficio del escritor, me ha hecho pensar en otra cosa: en aquellos que en política, presos de su ideología, de sus preconcepciones, o en el peor de los casos de su orgullo, se aferran tercamente a sus viejas creencias, aunque estas ya no tengan ningún asidero.

Este tipo de obstinación es presentada como coherencia, pero casi siempre es terquedad o fanatismo. O ingenuidades que nacen de no querer abandonar un sueño. O autoengaño. O incapacidad de admitir frente a otros su equivocación. O, peor aún, el resultado de perseguir sólo sus propios intereses. O cobardía y miedo. Sucede, por ejemplo, con los que alguna vez creyeron sinceramente en que mandatarios como Chávez iban a hacer verdaderas revoluciones sociales y luego se plegaron y cerraron los ojos frente a sus acciones totalitarias, a sus errores políticos y económicos, y a la corrupción de sus gobiernos; pero también con muchos que creyeron en las virtudes de Uribe y siguen adhiriendo a él a pesar de conocer sus nexos con los parapolíticos, sus marrullerías y sus sucias componendas; pero también le sucede al guerrillero que alguna vez luchó por un cambio y que ve que su frente armado se dedica a la expoliación y al saqueo, y al intelectual que se aferra a su discurso mientras los sistemas que defiende se derrumban.

Y es que la verdadera coherencia sólo se sostiene cuando está parapetada en el pensamiento crítico: en un mundo cambiante, donde las causas más sagradas a menudo se corrompen y donde evolucionamos como individuos a instancias de la experiencia y nuestra reflexión sobre ella, “no hay manera de avanzar si uno no cambia”. Pero no tanto como para que el cambio comprometa nuestras convicciones éticas y nuestros principios y nos lance como pelotas al otro lado de la cancha.

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Es lo que les pasa a muchos: que de libertinos pasan a monjes, de guerrilleros a paramilitares, de liberales a godos, de agentes del orden público a ladrones, de curas a violadores. En política tenemos casos patéticos, pero hoy registro uno que me desconcierta enormemente: el de Everth Bustamante, que acaba de ser elegido senador del Centro Democrático. Bustamante, quien participó con Rosemberg Pabón, el Comandante 1, en la toma de la Embajada dominicana, pasó de ser miembro del M19 a ser uribista declarado. “Usted, señor presidente, ha ayudado a fortalecer la unidad de la izquierda en Colombia”, le dijo el exguerrillero Pabón a Uribe después de romper con el Polo Democrático Alternativo (PDA). Un chiste como de Sábados Felices. ¿Cómo pudo Everth, el joven marxista que en 1980 participó en ese acto tan audaz y aparentemente idealista, dar ese giro radical y pasarse a militar en la más cerrera derecha? ¿Por qué “reelaboró la historia de su propia vida” sólo para acomodarse en el establecimiento que tanto odiaba? Sólo él lo sabe. Franzen acota algo que podría explicarlo: “Todas las lealtades, ya sea al escribir o en cualquier otro contexto, son significativas sólo cuando se las pone a prueba”.

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