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Mientras el país oía, asqueado, cómo se culpaban entre sí ciertos candidatos a la Presidencia, la Feria del Libro se abarrotaba de gente.
El lunes 12, último día, a las 6 de la tarde y mientras llovía de forma persistente, había una fila de personas comprando entradas, y adentro un público considerable recorría los pabellones. No creo, como algunos, que las casi 500.000 personas que entraron este año fueran sólo a comer crispetas y a curiosear. Esa misma noche, la sala donde leíamos poesía estaba repleta, y se sabe que las ventas al detal tuvieron un incremento del 10%.
Tal asistencia —¡en un país que no lee!— confirma que este evento se fortalece. Invitar al Perú fue un acierto: la enorme delegación de escritores fue de muy alto nivel y el pabellón logró despertar el interés del público. Así y todo, y a riesgo de aguar la fiesta, debo decir que una visita a la Feria puede llegar a ser exasperante. Y que casi todos los problemas tienen que ver con Corferias. Las cosas empiezan a complicarse antes de llegar, porque las vías de acceso son insuficientes. Y enseguida usted puede durar hasta 45 minutos intentando estacionar, porque los parqueaderos se redujeron desde hace un tiempo. Incluso puede encontrarse con que no hay un solo puesto libre, y entonces deberá buscar sitio en las calles aledañas, incomodando a los vecinos y entorpeciendo el tráfico, o ir a los parqueaderos improvisados en las antiguas residencias estudiantiles a buscar un montículo donde treparse. O devolverse a su casa. La mejor idea es el taxi, pero a la salida prepárese para luchar a codazos con los que quieren subirse a los que van llegando, mientras la policía los espanta con un “circulen, circulen”. ¿Por qué, habiendo tanto extranjero expuesto al paseo millonario, no organizar unas paradas de taxis controladas en las salidas? Adentro dicen que hay una, pero en el plano de la Feria, por ejemplo, no figura.
Pero lo peor es el ruido. Esta vez, por ejemplo, una cadena de pollo y pizza anunciaba sus productos a todo volumen por el altavoz. Y es posible que mientras un escritor expone, su voz sea sofocada por el reguetón de la sala contigua o por los gritos periódicos de cien colegiales, como pasó con Gustavo Faverón. Un problema de infraestructura, pero también de planeación. Está bien que haya cierto aire festivo, pero no que el ruido se tome un evento que invita a la lectura. Entre otras, y buscando una cierta congruencia estética, ¿por qué no se hace un trabajo con las “estatuas vivientes” para que en vez de representar un bebé monstruo o un hombre acuchillado se disfracen de personajes o autores literarios que muevan la curiosidad de los estudiantes? Sabemos del enorme esfuerzo de la Cámara del Libro, del arduo trabajo previo buscando escritores, de sus iniciativas recientes de llevar la Feria a las universidades y hasta a las cárceles. También que por un acuerdo con Corferias los profesores del Distrito entran gratis, los estudiantes pagan menos, que hay convenios con Transmilenio. Y que los problemas de espacio tienen que ver con la construcción del centro de convenciones. Pero, por favor, apúrense. Este público de lectores o de lectores potenciales merece más cuidado.
