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Sin vergüenza

Piedad Bonnett

03 de mayo de 2014 - 06:14 p. m.

Estremecimiento e indignación es lo que sentimos cuando conocemos los detalles del naufragio del ferry Sewol, en Corea del Sur, que hasta ahora parece haber causado la muerte a 187 personas y la desaparición de otras 115: la confusión desesperada de más de 300 adolescentes que iban en excursión a la isla turística de Jeju y que obedecieron la orden de la tripulación de permanecer en sus puestos durante el tiempo interminable del hundimiento; la impericia de la tercera oficial, una chica de 26 años, que fue dejada por el capitán luchando sola con corrientes difíciles y otras circunstancias adversas y que dio un viraje brusco, que muy seguramente precipitó el accidente; la huida cobarde del capitán, que saltó del ferry apenas vio que las cosas empeoraban; el pedido de socorro lanzado, no por la tripulación, sino por un quinceañero que está entre los muertos; y el triste mensaje de una de las estudiantes a su padre, cuando este le aconseja abandonar el ferry: “no puedo. Los pasillos están llenos de gente”.

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Las causas del desastre pueden ser muchas, según los expertos: defectos estructurales del transbordador, errores en el almacenamiento de la carga, irresponsabilidad de la tripulación, inadecuada atención de los equipos de rescate. O todo junto. Los resultados, trágicos. Pero lo que sigue al desastre es absolutamente revelador de lo que es la cultura de Corea del Sur: en primer lugar, las declaraciones indignadas y consternadas de la presidenta del país, Park Geun-Hye, cuya cara transformada por el dolor pudimos ver en todas las imágenes, y su posterior petición de perdón, estremecida; enseguida, el castigo: siete tripulantes son llevados a la cárcel, e investigadas sus responsabilidades penales y civiles. Pero ahí no termina todo: el primer ministro asume la culpa de lo sucedido y renuncia: “Tras presenciar el dolor de los familiares de las víctimas y el enfado de la gente, creo que es mi deber asumir todas las responsabilidades y dimitir”, dijo. Toda una lección de grandeza, porque sabemos que, en concreto, el primer ministro no tenía por qué saber de las minucias de las condiciones de un ferry, pero sabe y acepta que las condiciones de seguridad que un Estado debe garantizar han fallado. Y algo más, que ya no concierne al ámbito público, gubernamental: el subdirector del Instituto Danwon de Ansar, un hombre de 52 años, probablemente llevado por el dolor y la culpa, se suicidó tres días después del naufragio.

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Es probable que ustedes ya hayan pensado lo mismo que yo: que aquí nunca hemos visto nada semejante. ¿Ha visto usted a un general pedir perdón porque en su jurisdicción se perpetró una masacre? ¿O a un gobernador reconociendo un error y dando excusas a la ciudadanía? ¿O a un alcalde renunciando porque no tomó medidas y el pueblo se inundó o lleva meses sin agua? ¿O aun guerrillero expresar su dolor a las víctimas? Cuando aquí se pide perdón es a regañadientes y porque lo exige la ley. Salvo Mockus, que tuvo la decencia de pedir perdón por dejar con un palmo de narices a sus electores, aquí nadie conoce la vergüenza.

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