Sobre el papel

Piedad Bonnett
24 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

A principios de enero una institución española me solicitó que enviara para su archivo un poema inédito escrito a mano. Era una sola hojita, que puse entre otras dos en mi afán de que no se dañara. La persona que lo llevó al correo se encontró con que enviarlo por Avianca, que prometía hacerlo llegar en tres días, costaba aproximadamente ¡$150.000! Como al mensajero eso le pareció un exabrupto, el empleado, que ya está enseñado a la cara de asombro de su interlocutor, lo envió a una oficina cercana, la de 4-72. Como podrán imaginarse, el sobre, enviado el 29 de enero, aún no ha llegado. Y es posible que no llegue.

Pero resulta que las deficiencias del servicio aéreo —que hace unos años era, vale recordar, excelente— no son sólo de 4-72. Sobre ese tema —documentos perdidos, libros que no llegan— he escrito ya dos columnas, pero nadie parece mosquearse. Se necesitó que se extraviara la carta del Ministerio de Justicia pidiendo las pruebas sobre Santrich para que se armara un tierrero. Y ni siquiera así se pronunciaron los encargados de 4-72, muy olímpicos.

Lo que no logro explicarme es por qué en la “era de las comunicaciones” una hoja o un libro, lo mismo da, puede demorar un mes en llegar de un país a otro, cuando una persona puede hacer ese recorrido en menos de 15 horas. Y a veces mucho menos. Lo que sí creo entender es el porqué de la indiferencia de todo el mundo sobre esa incongruencia. Y es que en la era digital, donde las comunicaciones son inmediatas, la gente pareciera haberse olvidado de la importancia del papel. Salvo la burocracia, claro está, que es la que debería ponerse al día en cuestiones tecnológicas: en muchas oficinas, por ejemplo, las cuentas de cobro deben todavía pasarse en original, con todos sus anexos. Y nada de firmas digitales.

Así y todo, los lectores hacen a veces filas larguísimas para que un autor les firme un libro, o los hinchas, para que un futbolista les dé un autógrafo. ¿Por qué? No creo que se trate de simple fetichismo, sino de un aprecio por el talento que encuentra una manera de concretarse: la firma y la dedicatoria, por sencillas que sean, son una prolongación viva del escritor, una marca única, singular, que se hace cada vez más valiosa, porque en la era digital la letra trazada por la mano es cada vez más escasa. No es lo mismo la carta manuscrita que el mensaje por correo electrónico. En la letra de todo sujeto hay una marca de estilo, un gesto que es únicamente suyo. Tan es así que existe la grafología, un arte que pretende descifrar al otro por los rasgos de su escritura.

Todos hemos visto exhibidos en los museos diarios, cartas y documentos de personalidades, a cuya letra nos inclinamos con curiosidad. Por eso me aterra la idea de que en cierto momento la humanidad decida que aprender a escribir sobre el papel, usando la mano como instrumento, desaparezca. Y que nos convirtamos, definitivamente, en seres que sólo usamos las yemas de los dedos y producimos textos con signos uniformes, homogéneos, que no revelen la identidad del escribiente. Y no hablo desde la nostalgia, sino desde la conciencia de las pérdidas: ya no hablamos, solo chateamos. De raro no tendría nada que en un futuro los niños aprendan a escribir sobre una pantalla.

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