Algunos se han quejado de que después de los apasionados enfrentamientos entre los partidarios del Sí y los del No, los colombianos no hayamos mostrado el mismo entusiasmo frente al desplazamiento de los guerrilleros a las zonas de concentración, minimizado en los medios por los reiterados escándalos de corrupción. Hay varias explicaciones posibles: que la cadena de violencias continuadas que ha sido nuestra historia nos haya convertido en unos adictos a la novedad atroz, algo muy propio de esta época vertiginosa y voyerista, donde una noticia desplaza de inmediato a la anterior; que, por lo mismo, la naturaleza tranquila de la paz no nos sirva para gritar como desaforados nuestra indignación en las redes, como ahora nos gusta; o que la corrupción ha llegado a unos extremos tales, que abismados ante sus proporciones, no podamos hacer otra cosa que escudriñar ese pozo de inmundicia donde cada piedra que cae destapa un nuevo escándalo.
Se sabe que la corrupción no es sólo nuestra: que en Francia investigan a un candidato presidencial, en Argentina a la hija de Cristina Kirchner y en Perú al expresidente Toledo, lo cual sugiere que la codicia es uno de los signos del capitalismo salvaje y que nuestros sistemas políticos y económicos no han sabido crear mecanismos para detenerla. Y también es verdad que la corrupción se da en todas las capas de la sociedad: que es corrupto el policía, el funcionario público, el líder sindical, el empresario, el político… Pero al ciudadano común le indigna, sobre todo, la podredumbre de las élites, que desde el privilegio del poder se dedican a enriquecerse a costa del trabajo honrado de las mayorías.
Los analistas políticos de hoy afirman que el ascenso al poder de líderes neofascistas, represivos, a veces mafiosos y con mentirosos discursos populistas, es el resultado del desencanto de aquellos votantes que se sienten engañados por sus élites. En el caso colombiano, por las élites corruptas: candidatos a la Presidencia, asesores presidenciales, gobernadores, alcaldes, senadores y exsenadores, muchos de ellos en contubernio con paramilitares y mafiosos, y funcionarios públicos de alto rango asesorados por los mismos cuatro inescrupulosos abogados que aparecen en la prensa todos los días. ¿Pudieron ponerles nombres? Por empresarios egresados de las mejores universidades, que arman con sus amigos sus bandas delincuenciales y sus pirámides y que a veces logran aliados en el sector bancario; por presidentes de EPS, directivos de fútbol, rectores de universidades… todos corruptos.
Tal vez eso explique por qué Gustavo Petro, populista de izquierda que se presenta como el candidato antiestablecimiento, va punteando en una encuesta reciente sobre candidatos a la Presidencia. Y por qué Vargas Lleras, populista de derechas, figura en tercer lugar, mientras el meritorio Humberto de la Calle ocupa el séptimo. Y ya lo sabemos, por el brexit, por el No, por el ascenso de Trump: sorpresas nos da la vida.