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Tal para cual

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Piedad Bonnett
29 de mayo de 2022 - 05:30 a. m.
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La adhesión de Íngrid Betancourt a la campaña de Rodolfo Hernández sonó a chiste malo, aunque los una el monotema de “acabar con la robadera”. Que Íngrid, a quien ya nadie le hace caso, por errática, egocéntrica e ignorante suprema de la realidad nacional, crea que le aporta algo con su desmirriado 1 % a la campaña del ingeniero da risa. Pero se entiende que no se resigne a no dar golpes de opinión que le posibiliten una fotografía en un periódico o, vaya uno a saber, alguna embajada, si es que llegara a ganar el exalcalde de Bucaramanga. El equipo de Rodolfo debió empezar a temblar con el anuncio, pues está probado que la excandidata tiene el don de desbaratar todo lo que toca. Pero a la popularidad del candidato, sin embargo, parece que ya nada puede hacerle daño, salvo su propia lengua, razón por la cual no asistió a los últimos debates.

Tratar de entender a este curioso personaje resulta interesante, más por lo que revela de sus seguidores que de él mismo. Si uno lo mira con benevolencia y examina algunas de sus propuestas más descabelladas (darle al que denuncie a un corrupto el 20 % del dinero recuperado o trasladar todas las cárceles a zonas rurales, para que los presos cultiven la tierra) puede creer que es un don Quijote al que a una edad provecta le dio por luchar con molinos de viento o un utópico decimonónico que pasó de arreglar el mundo en un café a postularse a la Presidencia. Su otra cara, sin embargo, es la de un personaje autoritario y violento, del tipo de “le rompo la cara, marica”, capaz de amenazar con “le pego un tiro”; un político en juicio por supuesta corrupción en un negocio en que estaba involucrado su hijo, y un comerciante que describe así cómo se hizo millonario, según grabación que recoge Daniel Coronell en una columna: “Yo mismo financio los edificitos que hago y cojo las hipotecas, que esa es la vaca de leche. Imagínese, 15 años un hombrecito pagándome intereses. Eso es una delicia”. Podemos deducir cómo serán los “edificitos” y cuánta solidaridad siente por los “hombrecitos”. Esa es su sensibilidad, la que lo lleva a proponer un “nuevo contrato social en Colombia”.

Pero para cierto imaginario popular —el que cree que “plata es plata”, en un país donde la ambición de muchos es enriquecerse al precio que sea— Hernández es un macho berraco capaz de gritarle a la policía: “A mí no se me encaraman”, una figura pintoresca con la que se identifican porque habla desfachatadamente. Y que —a diferencia de Uribe, que representa la vieja clase terrateniente, o de la misma Íngrid, que viene de los poderes de siempre— encarna un mito más “moderno”, el del negociante mañoso, hábil y pragmático, hecho a pulso. Leo en una crónica de Ana León en La Silla Vacía que Hernández intentó gobernar Bucaramanga “con los mismos criterios que ha manejado su empresa. Enfocado en ahorrar dinero, les pedía a sus funcionarios que antes de tomar una decisión se hicieran tres preguntas: si fuera con plata suya, ¿compraría ese bien o servicio?, ¿pagaría ese precio? y ¿qué ganan los pobres con ese gasto? En ocasiones era grosero con su equipo. Los gritaba y humillaba en público”. Por eso no es tan disparatado que lo comparen con Trump: un tosco populista de derechas, en este caso disfrazado de progresista.

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