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Talanqueras mentales

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Piedad Bonnett
18 de enero de 2014 - 10:00 p. m.
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La posible infidelidad del presidente Hollande, que tanto interesa por estos días, ha sacado a la luz la pervivencia de un montón de prejuicios. La relación entre amor y poder, los “deberes” de los altos mandatarios, el derecho a la privacidad y el siempre espinoso tema de la fidelidad se han puesto sobre el tapete, a veces con increíble simpleza.

Un editorialista explicaba, por ejemplo, que si Hollande, que “no es un adonis, ni un cerebro fascinante, ni un señor lleno de gracia”, ha estado involucrado sentimentalmente con tres mujeres hermosas e inteligentes por una razón muy sencilla: porque nada nos seduce tanto en ellos como el poder. Esa burda generalización repite un lugar común. Pues, aunque algunas mujeres escogen a sus parejas porque tienen poder —como algunos hombres a sus mujeres por su belleza—, hay muchas otras que no. ¿No podría ser este el caso de las mujeres de Hollande, que tienen vidas profesionales, hijos, estatus? Pero, además, la atracción sexual y el amor son grandes misterios: ¿quién dice que sobre eso hay algún parámetro? De hecho, miles de humanos se enamoran de otros que ni son adonis, ni brillan especialmente.

Los opinadores han incurrido en otros exabruptos, como escandalizarse porque Hollande le lleva 20 años a Julie Gayet: para ellos —¡en el siglo XXI!— un hombre de 60 no posee ya atractivos, y muy seguramente es un sátiro, un viejo indigno de un amor joven. Algunos otros, casi todos opositores pertenecientes a la derecha, han calificado la posible relación de “catastrófica” a la hora de gobernar, pues un presidente debe emplear todas las horas de su vigilia a ocuparse de su país. Yo diría otra cosa: que aunque a veces el enamoramiento equivale a un estado de “imbecilidad transitoria”, como dijo Ortega y Gasset, en alguien que maneje sus emociones puede ser un factor de energía y creatividad, y, por el contrario, proporcionarle un equilibrio sanamente necesario. Pero además, y como no hay tranca que más apriete que la del mismo palo, Alexandra Pumarejo, una especie de “doctora corazón”, declara culpable de todo a Valerie Trierweiler, la pareja formal del presidente de Francia. Según ella, Trierweiler escogió a Hollande por sobre otro pretendiente sólo para ser “primera dama”. “Es patético —nos dice desde su cumbre moral— que esta mujer ahora esté tratando de pasarse (sic) por víctima cuando ella ha sido promotora de la falta de valores que padece su relación”. Tan fácil: otra vez Eva.

Con estos sermones los moralistas despachan en un dos por tres uno de los dilemas más complejos que puede enfrentar un ser humano: qué hacer cuando, estando en una relación de compromiso, aparece la posibilidad de una experiencia afectiva. Hay seres que prefieren la seguridad de lo ya conseguido, otros que optan por probar la fruta prohibida antes de tomar decisiones definitivas y unos cuantos osados le apuestan todo a la aventura y se echan al agua. Nadie es quién para juzgarlos, y menos en estos tiempos líquidos, para usar el término de Bauman. Pero, sobre todo, el mundo privado es inviolable, como sabiamente han opinado los franceses. Y paro ahí, aunque habría mucha más tela que cortar.

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