Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“¿Qué día es hoy?”, le preguntó José Arcadio Buendía a su hijo Aureliano. Este le contestó que era martes. “Eso mismo pensaba yo”, dijo José Arcadio. “Pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes”.
En los días siguientes “volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes”, y fue entonces cuando entró en trance y se dedicó a destruir todo lo que encontró a su paso con la tranca de una puerta, por lo cual fue declarado loco y amarrado al tronco de un castaño. Los hombres que lo redujeron a la fuerza no comprendieron que ese hombre que despotricaba en una lengua extraña, que después se sabría que era latín, en realidad había vislumbrado una verdad que solemos olvidar: que los nombres de los días de la semana y los meses son apenas una convención humana, pues bien mirado todos los días son lunes y todos los meses podrían ser noviembre.
Sin esa convención, sin embargo, nuestros días serían tan anodinos como los de los animales, que no se tienen que enfrentar al misterio del tiempo. Y aunque es verdad que para casi todos los mortales todos los días de la semana parecen lunes, ahí están los sábados y los domingos con sus promesas —al menos la del dulce descanso—. Y también las grandes fechas, las de las fiestas o las muertes, “escasas a propósito”, como dice un poema de Gil de Biedma precisamente llamado “Lunes”. Pues bien: es imposible sustraernos enteramente a lo que estas fechas nos recuerdan: que, contrariamente a lo que descubrió José Arcadio Buendía, el tiempo corre, y no en abstracto sino en nosotros, que es donde más dramáticamente se manifiesta. El 31 de diciembre un pequeño estremecimiento nos recorre, porque hacemos conciencia, así sea nebulosamente, del pasado, el presente y el porvenir, y se activa la memoria de los logros y los fracasos, y, sobre todo, de las pérdidas de los que amamos y no volverán. Pero también nos proyecta hacia el futuro, ese que se inventan los horóscopos. La reiterada fórmula “feliz año” que la gente reparte con optimismo por estos días, oculta, sin querer, una pequeña zozobra, la de lo incierto, que puede incluir también la muerte.
Aunque prefiero pasar el 31 en reposada intimidad y no en una fiesta de esas con pito y gorrito, comprendo bien la nerviosa euforia que genera, y el ímpetu de renovación que trae consigo. El fin de año, que genera en muchos de nosotros una avalancha de proyectos, tendría también que recordarnos que “una vida no es suficiente para todo”, una frase que acabo de leer en las memorias de Richard Gwyn, un extraordinario poeta galés que medita en ello mientras espera un hígado para hacerse un trasplante. Es verdad: una vida no es suficiente para todo, siempre y cuando nos atrevamos a soñar y a escapar de que todos los días parezcan lunes. Por eso hay que saber escoger. Yo, personalmente, además de salud, le pido a la vida, ahora que envejezco (¿y quién no está, después de nacer, ya envejeciendo?) más tiempo libre y sabiduría para usarlo: leyendo más, caminando más, viendo a los que quiero. Lo mismo que deseo para ustedes en 2015.
