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Comprobar otra vez que los regímenes dictatoriales incurren en torturas y desapariciones —como pasó en Brasil, según informe reciente de la Comisión de la Verdad que describe las atrocidades del gobierno militar— es algo que siempre indigna.
Pero ratificar que la nación que se arroga el derecho de certificar a otros países en derechos humanos tolera la tortura es algo que vuelve y nos sorprende; aunque ya supiéramos, por ejemplo, que el gobierno norteamericano de turno tuvo que ver con el golpe que instaló a los militares en Brasil; o tuviéramos claro, por el Informe Taguba, que el ejército estadounidense ha sometido a los presos iraquíes en Abu Grahib a toda clase de torturas y violaciones de los derechos humanos: sacarles fotografías en posiciones indignas a los prisioneros muertos, sodomizar a los detenidos con luces químicas y palos de escobas, forzarlos a masturbarse para fotografiarlos y grabarlos, patearlos y amenazarlos con corriente eléctrica, entre otras muchas vejaciones.
Esta semana la noticia fue que la CIA ha hecho lo mismo con los sospechosos de participar en los atentados contra las Torres Gemelas. Sus “severas técnicas de interrogación”, un eufemismo para la tortura, incluyen maltratos tan atroces como mantener a los detenidos desnudos y privados del sueño hasta siete días, causándoles a veces la muerte. Todo con manual en mano, redactado por los “expertos” en causar sufrimiento a los humanos.
¿Podemos, después de leer estos documentos, hablar todavía de civilización? Como una broma cruel, el informe se divulgó unas horas antes de la celebración del Día Internacional de los Derechos Humanos. Y lo sacó a la luz, valientemente, y a pesar de la furiosa oposición de los republicanos, la mayoría demócrata de la Comisión de Inteligencia del Senado, porque, hay que decirlo, la democracia norteamericana es capaz, por lo menos, de denunciar la podredumbre de sus instituciones. Lo cual no significa, necesariamente, que vaya a haber sanciones, porque el aparato estatal se encarga de blindar hasta donde puede a sus torturadores, excusándose en que es la única forma de contrarrestar al enemigo. A pesar de que una y otra vez estos métodos resulten menos eficaces de lo que pretenden.
En Colombia, donde la violencia del Estado ha existido siempre y donde muchas de las masacres y torturas llevadas a cabo por los paramilitares han contado con la participación o la complicidad de miembros del Ejército o la Policía —aunque no tengan manual—, empiezan a saberse ciertas verdades. La Corte Interamericana de Derechos Humanos acaba de confirmar que en la retoma del Palacio de Justicia —buscando información en cualquier parte, aunque fuera en los empleados de la cafetería, que nada podían confesar— algunos agentes del Estado fueron responsables de la desaparición de 10 personas, del asesinato de otras tres y de torturas a cuatro jóvenes. Pero de otros casos falta mucho por saberse: por ejemplo, quiénes fueron los autores de las más de tres mil víctimas de los falsos positivos, ejecuciones que se llevaron a cabo, no en nombre de la patria, sino para obtener recompensas monetarias, permisos o ascensos. Qué canallada.
