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A pesar de sus crisis y su necesidad de replanteamientos, la institución Universidad, como centro de investigación y de libertad de pensamiento, sigue siendo una de las grandes conquistas del humanismo. Y por eso duelen los golpes arteros que la debilitan o que intentan destruirla. El ensañamiento de Trump contra ellas es grave porque apunta su rayo destructor al punto más sensible: la autonomía y la libertad de pensamiento y de expresión de sus estudiantes y profesores.
“Harvard es una broma, enseña odio y estupidez, y ya no debería recibir fondos federales”, escribió hace poco, refiriéndose a que fomenta una supuesta “dictadura woke”. Ya en 2023 había dicho que esa universidad estaba convirtiendo a los estudiantes en “comunistas y terroristas simpatizantes de Hamás”. Y ahora, para domeñarla, usa la extorsión anunciando el congelamiento de US$ 2.200 millones dedicados a investigación si no se pliega a sus exigencias. Meses antes había hecho lo mismo con la Universidad de Columbia por el manejo que les dio a las protestas a favor de Gaza y Palestina, amenazando con retirarle 400 millones de fondos y contratos federales. Para acabar de ajustar, las visas de cientos de estudiantes que participaron en las protestas podrían no ser renovadas.
Las directivas de Columbia sucumbieron al miedo y se plegaron a todo, incluso a un cambio de dirección en los departamentos de Estudios de Oriente Medio y a la revisión de su plan de estudios. Un pésimo precedente que el poder avasalle así el mundo académico. Harvard, en cambio, optó por resistir: Alan Gerber, su presidente, erguido, envió un mensaje a la comunidad universitaria diciendo que “Harvard no renunciará a su independencia ni a sus derechos constitucionales”. El tiempo dirá si la dignidad puede contra la violencia del poder.
En el caso de universidad pública colombiana, lo que vemos es otro tipo de manipulación: la de un Gobierno que se vale de la demagogia para cooptar adeptos. Y es que acaban de sacar un decreto que obliga a las universidades a definir un “plan de formalización laboral” en nueve meses, y luego, en un plazo más largo, a vincular a su planta permanente a todos sus docentes ocasionales y catedráticos. Esto último, como han explicado varios analistas, desconoce el funcionamiento de las universidades y los mandatos de la constitución, y resulta del todo inviable por muchísimas razones, pero sobre todo porque esa formalización cuesta una millonada que no pueden cubrir las universidades —muchas de ellas quebradas— ni tampoco el Gobierno, también casi en quiebra. Pero, además, como explicó Moisés Wasserman, todas las universidades del mundo tienen profesores ocasionales, muchos de ellos por decisión propia; y el ingreso a la carrera docente no puede hacerse por decreto sino por concurso de méritos, como dice la Constitución. Mejor dicho, otra decisión improvisada y politiquera, y un golpe a la institucionalidad universitaria que se suma a otros.
La universidad privada tampoco se salva de golpes, dados casi siempre con el argumento de que hay que recortar gastos. Sí, se entiende, pero con conciencia de las prioridades y del peso simbólico de las decisiones, algo que no sucedió a la hora del cierre del Cider en la Universidad de los Andes. Qué miopía.
