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Sorprende que el programa radial La Hora de la Verdad haya colgado en la web un texto apócrifo del nobel Vargas Llosa, ya de por sí patético, al que maquiavélicamente alguien adosó un párrafo que sintetiza el pensamiento de la ultraderecha colombiana: “… es que los colombianos con el flamante comunismo del siglo 21 (sic), encabezados por algunos desvergonzados colombianos, que le hacen el juego a las Farc, los llevarán al mismo estado de Argentina, Venezuela…”.
Y sorprende porque Fernando Londoño Hoyos, su director, no es precisamente un ingenuo que se deje meter los dedos a la boca. Eso sí: más allá de la falta de rigor periodístico que hizo que su equipo cometiera semejante embarrada, el engendro se publicó en el lugar más apropiado, pues el enfoque del añadido —por cuyo autor uno maliciosamente se pregunta— es el del Centro Democrático. Tanto, que después de aclarado el entuerto, el senador Uribe Vélez siguió con el artículo en su tweet line, como si nada. Una metida de pata semejante había sucedido ya cuando a María Mercedes Carranza le metieron gato por liebre con un texto apócrifo de Gabo. Esa vez, sin embargo, tanto la escritora como la revista Semana pidieron excusas por ese error de manera mucho más enfática que Londoño.
Que internet es también una trinchera de cobardes camuflados bajo seudónimos y una vía fácil para la manipulación, el engaño y la agresión, es algo ya sabido. Razón tiene Jon Lee Anderson cuando habla de Twitter como “un gran basurero”. Y sin embargo, estas acciones gozan de total impunidad, salvo cuando el agredido tiene poder suficiente para presionar castigo, como cuando amenazaron de muerte a los hijos de Álvaro Uribe. De otra manera no. Como ejemplo supremo tenemos el de un poeta innombrable, que lleva años atacando por la red a todos los escritores —y no escritores— que despertamos su inquina. Dicho personaje, erigido en juez moral, cuando no está enviando mensajes donde se promociona, se desgasta en hacer cuentas de cuánto ganamos y en largas diatribas donde jamás hace un análisis literario, pero sí nos descalifica por la raza, la inclinación sexual, el aspecto físico o el origen socio-económico. Hasta aquí no es sino uno de tantos colombianos que sacan su hiel y desnudan sus prejuicios. Pero otras de sus acciones cibernéticas rayan en el delito: amenazas soterradas, vinculaciones de algunos de nosotros con la guerrilla o los paramilitares, y manipulación de nuestros textos insertándoles estupideces hasta volverlos mamarrachos. Y ahí llevan colgados años, sin sanción ninguna, para regocijo de algunos pocos intelectuales amigos suyos que seguramente temen ser sus víctimas, y a los que su sentido ético les da para criticar a todo el mundo menos a su compinche.
Que la violencia de las palabras puede ser tan destructora como la de los hechos es algo que vale la pena recordar ahora que cientos de tuiteros, entre los que se cuenta el columnista A. Zableh, se han ensañado con los niños de un reality. De qué magnitud es el daño que un comentario infame puede hacer en la infancia sólo se sabe en la adultez. Y de qué magnitud es la mala entraña de una sociedad dan cuenta las redes sociales.
