Es verdad que la salud mental de niños y jóvenes ha empeorado en Colombia y en el mundo a raíz de la pandemia y del mal uso de las redes sociales, que son lugar propicio para el matoneo y el chantaje; y que todo indica que en el país el suicidio de adolescentes se ha incrementado. Pero decir que entre enero y marzo de 2025 se han suicidado 145 niños y niñas entre tres y cinco años es, sencillamente, un exabrupto. La afirmación la trae una columna de Patricia Lara, que según veo la recoge de la página de Diana Diago, que se autodenomina “la concejal de Uribe”, basada en datos de la Secretaría de Educación, institución que se refiere no a suicidio sino a “conductas suicidas”, un concepto vago. Me dice un psiquiatra de amplia trayectoria que “desde el punto de vista clínico y del desarrollo infantil, un niño antes de los siete años no tiene la capacidad cognitiva ni emocional para comprender el concepto de suicidio como lo haría una persona mayor”. Más creíbles, en cambio, resultan las cifras de Medicina Legal y Ciencias Forenses, que registra que en el mismo período se han suicidado un niño entre cinco y nueve años, ocho entre 10 y 14, y 15 entre 15 y 17. Cualquier cifra de suicidio infantil y juvenil es grave y dolorosa, pero grave también es asegurar que tenemos un panorama tan pavoroso. Y por eso comienzo por ahí.
Pero, además, con todo el respeto y cariño que le tengo, quisiera refutar otra afirmación de Patricia, que transcribo: “Casi todas las tragedias que ocurren aquí tienen un componente de salud mental: si queman vivos a unos soldados, ahí subyace un problema de salud mental; si matan a un puñado de jóvenes policías en un helicóptero, también; si cada vez crecen más los casos de violencia intrafamiliar, igual”. No, Patricia. Si todo puede ser todo, entonces nada es nada. Claro que algunos jefes paramilitares o de la guerrilla —como José Fedor Rey y Hernando Pizarro, autores de la masacre de Tacueyó— pueden ser psicópatas o actuar bajo un estado de paranoia, pero los crímenes de guerra —y la nuestra ha sido una guerra— son, ante todo, producto del odio, la venganza, la crueldad, la ambición y la ceguera moral de muchos que han escogido la violencia como camino. ¿Estaban locos los ejecutores de los “falsos positivos”? No. Son personas que actuaron por miedo y por incondicionalidad con sus superiores, pero con plena conciencia de la perversión de sus actos, y sin piedad con sus víctimas. Por eso son culpables.
Este razonamiento nos puede llevar a pensar que muchos enfermos mentales son violentos. Por supuesto que hay enajenados mentales que pueden cometer crímenes, inducidos por ideas obsesivas, alucinaciones o estados psicóticos. Y la ley, a pesar de su condición, los condena. Pero la mayoría, y así lo asegura la ciencia médica, está conformada por seres pacíficos, cuyo único riesgo es el de que se hagan daño a ellos mismos.
Quisiera, como Patricia Lara, confiar en que las leyes y el dinero de la CAF ayuden a mejorar la salud mental de los colombianos y a prevenir el suicidio, pero no lo veo fácil si tenemos en cuenta el deterioro en que está el sistema de salud y la cifra insignificante de siquiatras en el país: entre 1,6 y tres por cada 100.000 habitantes. Es un problema estructural y de prioridades.