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Una lección de honestidad literaria

Piedad Bonnett

13 de enero de 2019 - 12:00 a. m.

Entre mis lecturas de fin de año hubo una especialmente deliciosa: Las tareas de casa y otros ensayos, de la autora italiana Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), que Lumen reeditó en nuevo formato en 2016 y que leí gracias a la recomendación de un amigo que nunca falla. El título apunta a la médula del libro: artículos breves que reflexionan sobre asuntos de la cotidianidad tan diversos como la compra de una casa, la vejez, libros y películas, el valor de la crítica, la niñez y la muerte, y que otorgan al lector constantes y admirables revelaciones. En ellos encontramos, tejidos finamente y en la misma proporción, agudeza, hondura, humor, sentido común y rupturas de la lógica que a menudo nos hacen sonreír. Uno de los textos, por ejemplo, comienza diciendo: “Conocí a Soldati hace un montón de años. Por aquel entonces era más viejo que yo. Ahora ya no. Ahora somos los dos iguales de viejos”. O refiriéndose a una escritora: “Debía de ser completamente indiferente de sí misma, como una tortuga o un ingeniero, y aquí residía su grandeza”.

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Pero tal vez lo más importante es la honestidad con que escribe la autora. Jamás hay impostura, y por tanto el lector acepta con una profunda empatía las dudas y las preguntas en voz alta que se hace, la confesión de sus debilidades, pero también su ironía y su dureza. Sobre una película que odió, escribe: “Tenía la sensación continua de chocar con su inteligencia. Pero la inteligencia es inútil cuando no se olvida, cuando se prefiere ella misma a las imágenes que representa”. Y, precisamente, la inteligencia de Natalia Ginzburg no se exhibe con sentencias afectadas ni rebuscamientos. Ni con falsas profundidades: “Detesto las cosas que me resultan oscuras, las detesto cuando tengo la sensación de que detrás de su oscuridad no hay nada, que se trata de una oscuridad de algún modo consciente e intencionada, difusa, para esconder el vacío y la fijeza de pensamiento…”.

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Pero no se crea que todo es claridad meridiana en los textos de Las tareas de casa… no puede haberla, porque sus acercamientos a la realidad son complejos, llenos de matices, ambiguos como la vida misma. Y porque a pesar de su sencillez (que no simplicidad), su lenguaje y su mirada están llenos de verdadera poesía. Como dice la contratapa, “todo lo que Natalia Ginzburg tocaba se convertía en arte, y eso sin perder esa calidad corpórea de las emociones recién descubiertas, de las ideas apenas apuntadas, de los recuerdos que aún navegan a flor de piel”. Contestataria, pero no deliberadamente provocadora (porque declara que toda premeditación es deshonesta), cada tanto hace afirmaciones inquietantes, controversiales: “Hoy el público acepta aburrirse (…) se ha vuelto extrañamente dócil, sumiso, obediente”; o “lo que más detesto de mi tiempo es (…) una falsa concepción de lo útil y de lo inútil”; o, hablando de los libros infantiles: “con los niños de hoy la tristeza no tiene éxito”.

El yo de Natalia Ginzburg se expresa en este libro —que puede beberse a sorbos, como un buen licor— de modo tal que nos hace sentirla como una antigua conocida. Mientras la leía sentía que sus palabras “me gustaban de una forma furibunda, que me daban felicidad y consuelo”. Por eso se las recomiendo.

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