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A veces la literatura y el cine palidecen frente a la estructura y la potencia dramática de los hechos reales. Un crimen que conmovió a los colombianos al comienzo de esta nueva escalada violenta en el Catatumbo fue el de Miguel Ángel López, dueño de la funeraria de Tibú, que se movilizaba en la carroza fúnebre con su esposa Zulay Durán, un bebé de seis meses y otro hijo, de diez años, que sobrevivió a la masacre, pero presenció aterrorizado la extinción de su familia. Miguel Ángel había inaugurado ese servicio hace más de diez años, y no sin horror podemos decir que fue siempre un negocio próspero porque desde hace muchas décadas el Catatumbo es un territorio donde confluyen todas las violencias de este país: las de la guerrilla, los paramilitares, los clanes mafiosos que manejan el narcotráfico y la de las fuerzas del orden, que también cometieron atropellos o se hicieron los de la vista gorda. Cadáveres hay allá todos los días.
Como sabemos, la causa principal de estas violencias es que en esa región ha habido desde siempre ausencia del Estado, por lo cual las vías terrestres, la educación, la salud, son bienes precarios. Según los testimonios de muchos, Miguel Ángel suplía muchas veces a la Policía y a la Fiscalía que no se atrevían a entrar a los lugares tomados por los violentos, rescataba los cadáveres y hacía la tarea de “recoger evidencias”. Un habitante de Tibú cuenta que “había días en que (Miguel Ángel) no daba abasto, pues eran 12 o más muertos diarios”, y que por tanto debía preparar los cuerpos en condiciones precarias. Un trabajo difícil y riesgoso, sobre todo en los últimos tiempos porque, para pasmo de todos, y para mayor afrenta, los miembros del ELN han prohibido recoger los cadáveres de las víctimas. Y recordemos, por si acaso, que ya desde los griegos, como lo testimonia hermosamente Antígona, la obra de Sófocles, enterrar a los muertos era —y sigue siendo— sagrado, así como permitir los rituales funerarios. Hasta ese derecho fundamental viola esta guerrilla infame en su afán de apoderarse de un territorio repleto de coca, que además es frontera con Venezuela, donde son apoyados y protegidos por el régimen.
En la versión que predominó en los primeros días Miguel Ángel era, según esto, un hombre valiente, un héroe local que paliaba el dolor de las familias que querían recuperar un cuerpo, y su labor estaba guiada por la neutralidad. Según otra versión que circula más recientemente, Miguel Ángel llevaba droga en el carro funerario, pero eso no está probado, es sólo una hipótesis de los investigadores. En todo caso, el asesinato de toda una familia es algo infame que muestra la deshumanización de los hombres de esta guerrilla, idéntica, por otra parte, a la de actores tan crueles como los paramilitares o los delincuentes mafiosos. Lo que explica que esta guerra no termine: mata la conciencia. O si no, oigamos lo que un “legionario” colombiano que lucha en Ucrania confiesa sin mosquearse: “El miedo [en la guerra] para mí es adrenalina: es ganas de avanzar más (…). No sé qué pasaría si en la calle me buscan un problema. Me siento muy violento”.
Y mientras tanto, hay un éxodo de miles. Y los campesinos que no pudieron huir, “sudando hielo en su escondite”, como dijo García Márquez.
