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Lo que suscitó la reina Isabel II hasta su muerte no deja de ser un fenómeno interesantísimo. Más allá de la discusión sobre la obsolescencia de la monarquía y tantos otros temas, la pregunta más inquietante es quién fue esa mujer de carne y hueso que, como hoy opina una mayoría, representó la estabilidad en medio del cambio. La respuesta más aproximada sería: un misterio. Un columnista de El País opinó, palabras más o menos, que su aura tenía que ver con que Isabel era todo y era nada. Yo lo formularía de otro modo: Isabel II fue todo lo que queramos que sea. Siri Hustvedt, en su último libro, habla de Cumbres borrascosas como un libro que se ha leído de las más diversas maneras. Como una obra maestra, una “mezcla de depravación vulgar y horrores antinaturales” —como dijo alguno de sus contemporáneos—, o como una novela racista —desde una visión políticamente correcta—. Algo similar pasa con la “lectura” que se hace de la reina.
Hay consensos, claro está: que fue una trabajadora incansable, a tal punto que unos pocos días antes de morir todavía tuvo alientos para reunirse con Liz Truss, la sustituta de Boris Johnson. Y que fue un factor de unidad, que permitió la convivencia perfecta de democracia y monarquía. Pero en muchos otros aspectos sus actos se interpretan de modo ambivalente. Su estatus, por ejemplo, era apolítico. Y como neutral se la presentó siempre. Pero se sabe que avaló el ataque a las Malvinas y se la acusa de no haber reconocido los crímenes de su familia en las colonias. A la hora de su muerte, sin embargo, la vicepresidenta del Sinn Féin, antiguo brazo político del IRA, agradeció los esfuerzos de la reina por promover la paz en Irlanda. Y mandatarios de todo el mundo han reconocido con vehemencia su capacidad de liderazgo.
Para algunos comentaristas, Isabel fue la que posibilitó que otras mujeres, de Thatcher a Truss, hayan ocupado en Reino Unido los cargos más altos. Para muchas feministas, en cambio, fue una mujer sumisa, que representaba un mundo caduco, donde las mujeres llegan al poder por herencia y no por méritos. La reina, sin embargo, parece que se daba mañas para enviar sus mensajes: como cuando ella, que siempre manejaba sus automóviles, sentó como su copiloto al rey Abdullah de Arabia Saudita, país donde las mujeres no podían en ese entonces manejar automóvil. O cuando apareció con un sombrero azul con “estrellas” amarillas, semejante a la bandera de la Unión Europea, precisamente el día en que el Reino Unido se aprestaba a salir del bloque.
La reina era la reina, pero sobre todo era la amiga de sus perros y la señora de vestidos pastel que tuvo toda clase de representaciones, desde The Solar Queen, la figura kitsch que agita la mano en las tiendas para turistas, hasta la imagen pop de Andy Warhol, el retrato del extraordinario Lucien Freud, las fotos de Annie Leibovitz o una infinitud de memes divertidos. El humor explotó todo lo que había en la reina de cursi y de anacrónico, pero jamás se ensañó con la mujer que siempre se vio dispuesta y amable. Lejana en su poder, cercana en el imaginario colectivo, Isabel II, que parecía inmortal como la Mamá Grande, encarnó el mito de la manera más sorprendente: a punta de discreción y de representarse a sí misma como la reina, en su versión platónica.
