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Viento y nada

Piedad Bonnett

10 de mayo de 2014 - 09:00 p. m.

Cada tanto tiempo, a una institución o a un grupo de personas se le ocurre que es necesario exhumar el cadáver de una gran figura a fin de hacer memoria o hacer justicia.

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Lo trataron de hacer en Granada, no hace mucho, con las víctimas republicanas, entre las que se contaba Federico García Lorca, exhumación a la que se opusieron sus familiares con el argumento de que no querían que se convirtiera en un espectáculo mediático. Lo hicieron también en 2013 con los restos de Pablo Neruda, guiados por la sospecha de que su muerte no hubiera sido por causas naturales sino por envenenamiento, y por las mismas razones lo hizo Chávez con los restos de Simón Bolívar. “Les digo: tiene que ser Bolívar ese esqueleto glorioso, pues puede sentirse su llamarada”, escribió en Twitter el líder venezolano, con fervor tropical y patriótico. A partir de la osamenta que salió a la luz, vimos luego cómo se reconstruyó digitalmente el rostro del libertador, que según expertos es bastante improbable, pero que, como maliciosamente acotaron algunos, resultó compartiendo algunos rasgos físicos con Chávez.

Pues lo mismo están tratando de hacer ahora, 398 años después de su muerte, con Miguel de Cervantes. Un equipo muy competente ha comenzado por estos días una tarea que consta de tres pasos: una exploración de restos óseos con un georradar, un examen forense de los restos (si es que los hay), para ver si efectivamente son de Cervantes, y finalmente, y en tal caso, reconstruir su rostro, certificar que allí reposa, y muy seguramente erigirle nuevas estatuas. ¿Para qué? Pues yo diría que por puro gusto. Porque, a decir verdad, ¿qué sacamos con saber que tenía nariz aguileña, o con precisar si su mano izquierda, aquella que le da el nombre de El manco de Lepanto, estaba desfigurada por la enfermedad o por la guerra? Saber, además, –y perdón por el moralismo implícito en esta idea– que estos trabajos costarán cerca de 100.000 euros, una cifra escandalosa en tiempos de crisis y desempleo, hace la tarea más extravagante. ¿O tal vez habría que decir “quijotesca”?

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Es verdad que la figura del escritor pareciera causar tanta fascinación como sus libros, por lo menos cuando su talento es notable o cuando está aureolado por un premio, o por tener fama de enfant terrible, de marginal, o de cualquier otra cosa que lo haga parecer singular. Y en cierta forma esto puede llegar a comprenderse, aunque el arte y la literatura hace ya tiempo que descree del culto al genio. Pero, ¿qué puede significarnos esta exhumación y la reconstrucción del rostro de Cervantes, que además será siempre simple conjetura?

Una sola cosa buena le veo a esta empresa desmesurada: que prueba lo contario de lo que se propone. Sacar a la luz la triste osamenta de ese soldado pobretón que se incrustó en la posteridad con una fuerza que ya nada puede destruir, lo que pone en evidencia es que el que perdura intacto, con su “complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro”, es don Quijote. Es decir, la literatura. Y que su soñador es ya, como todos algún día, y más allá de la memoria universal donde vive como un ser eterno, “un cadáver de espuma: viento y nada”, como en el verso de Miguel Hernández.

 

 

 

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