Me hierve la sangre de indignación y de rabia mientras leo los informes de “No es hora de callar” sobre los abusos de toda índole a los que son sometidas las mujeres indígenas en nuestro territorio. Claro está que yo —como seguramente usted, querido lector— ya había oído hablar de maltratos y explotación en estas comunidades, y hasta alguna vez me hice eco, en esta columna, de lo que se supo durante la toma indígena del Parque Nacional: que muchos líderes se emborrachaban mientras las mujeres cocinaban para ellos y cuidaban los niños en medio de la precariedad más absoluta, y también que jamás se ha visto a uno de ellos mendigando...
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