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Según el nuevo censo de habitantes de calle en Bogotá, hoy hay 10.478 personas que deambulan por la ciudad en condición de indigencia, un 10 % más que en 2017. Es una cifra enorme si se la compara con los 4.100 habitantes de calle que hay en Nueva York. En cada lugar las razones que llevan a vivir en la calle son distintas: en Nueva York se debe a la falta de vivienda asequible, a la crisis inmobiliaria y últimamente a los traslados masivos de migrantes sin papeles que han hecho algunos gobernadores de estados como Florida y Texas. En Bogotá, dolorosamente, el principal factor es el conflicto familiar (38 %), que incide aún más que el consumo de drogas (29,4 %).
Porque siempre me ha interesado el tema del habitante de calle, escribí hace unos años la historia de un joven que termina en la indigencia. Cada vez que veo un habitante de calle pienso en que alguna vez fue niño y en que tuvo una madre, y me pregunto dónde estuvo el quiebre, cómo se dio la transición. Qué violencias lo hicieron dejar su techo. Cómo fue su primera noche a la intemperie, dónde hace sus necesidades —cuando de todas partes los echan sin compasión— y en cómo se alimenta, cómo se baña —si lo hace— y hasta qué punto se deshumaniza. Mis investigaciones de entonces me hicieron saber que muchas veces el consumo de alcohol o de drogas no es la causa de que vivan en la calle sino la consecuencia. Lo hacen para resistir la precariedad, el miedo (un tercio de ellos teme por su vida) y probablemente la tristeza, aunque muchos de ellos la disfracen de cinismo. Leo en el informe que el 5 % ha intentado suicidarse.
Hay una tercera razón para que estas personas terminen en la calle: el empobrecimiento. Y no puedo dejar de pensar en que ese es un posible destino de algunos de los miles de desplazados de este país o del extranjero, que llegan a las ciudades con lo que tienen puesto, en ocasiones a mendigar en una esquina. De los foráneos, que equivalen al 10,65 % del total, el 97 % son venezolanos. Y hay una cuarta causa: el 8 % ha escogido la calle libremente, por decisión propia. Aunque nos resulte extraño, para muchos la indigencia absoluta es una forma de libertad y también de rechazo a las obligaciones, a la competitividad, a la idea de ser útil que impone la normatividad social. Vivir a la intemperie es para ellos una forma de vida elegida que debemos respetar. Y hay una última cosa que el estudio no ahonda: muchos de los habitantes de calle tienen una enfermedad mental, generalmente no reconocida en su entorno. Eso no los hace necesariamente peligrosos e internarlos a la fuerza, como quiso hacer un alcalde neoyorquino, sería una violación a sus derechos.
Aunque el Distrito y algunas asociaciones hacen la difícil y loable tarea de asistir a los indigentes en sus necesidades, es claro que a veces las autoridades los maltratan y que la sociedad los estigmatiza, los rechaza y hasta los mata, como pasó hace unos años en Barranquilla, donde sus cuerpos fueron vendidos como material para clases de medicina; o como sucedió con los “falsos positivos”, cuyas víctimas fueron muchas veces indefensos habitantes de calle. No olvidemos que son ciudadanos con derechos, y que mirarlos a los ojos les puede devolver, aunque sea por unos segundos, la dignidad perdida.
